Por Alberto Benegas Lynch (h)
Abro esta nota periodística con dos pensamientos, el primero es del premio Nobel de Economía Milton Friedman en su reiterada sentencia: “Las drogas son una tragedia para los adictos. Pero criminalizarlas convierte la tragedia en un desastre para la sociedad, tanto para los que las usan como para los que no las usan”. El segundo es del sacerdote John Clifton Marquis en Las leyes sobre drogas son inmorales, publicado en US Catholic: “La legislación sobre drogas ha producido el efecto exactamente opuesto a lo que esas leyes intentaron […] Las leyes sobre drogas aparentan ser benéficas, pero el defecto trágico de la moral de cosmética, igual que toda otra forma de cosmética, es que no produce cambios en la sustancia”. El default es moral.
El uso de drogas alucinógenas para fines no medicinales constituye un drama y su empleo reiterado produce lesiones cerebrales irreversibles. Pero desde 2000 años antes de Cristo –salvo la Guerra del Opio en China, debido a la prohibición–no hubo problemas con las drogas hasta que en 1971 Nixon declaró la guerra a los narcóticos, una idea alimentada por los mismos mafiosos del alcohol, a través de sofisticados estudios de mercado, quienes antes se habían visto perjudicados por la abrogación de la ley seca, por lo que dejaron de percibir astronómicas ganancias debido a los siderales márgenes operativos que provoca la prohibición, que también en el caso de las drogas no solo corrompe policías, jueces, fiscales, políticos e incluso a las agencias supuestamente encargadas de combatir el flagelo, sino que hace posible la producción de drogas sintéticas mucho más devastadoras que las naturales.
Los mencionados márgenes operativos descomunales hacen posible la figura del pusher, con ingresos exorbitantes al efecto de colocar la droga en todos los mercados posibles, muy especialmente en los colegios y lugares bailables, puesto que la gente joven es la más propensa a ensayar el “fruto prohibido”. Como en la relación compra-venta de drogas no hay víctima ni victimario propiamente dichos, irrumpe la figura del soplón, espionaje que conduce a los atropellos más variados sin orden de juez competente, se vulnera el secreto bancario, se instauran escuchas telefónicas, se blanquean contabilidades y se naturaliza la aberración de detener a quien lleva más de diez mil dólares de su propiedad. Como bien se ha puntualizado reiteradamente desde antaño, un vicio es un acto que afecta a la misma persona que lo tiene como hábito, mientras que un crimen es un acto contra el derecho de otro, el confundir ambos hechos constituye una aberración manifiesta.
El consiguiente mercado negro no permite la verificación de la pureza de la droga, con lo que las sobredosis, intoxicaciones y envenenamientos son muy frecuentes. También debido a la ilegalidad se inhibe a quienes denunciarían fraudes y estafas, puesto que si recurrieran a los tribunales se estarían autoinculpando. Lo mismo sucede con los médicos y centros hospitalarios: se bloquea la posibilidad de pedir ayuda, porque se estarían denunciando a sí mismos.
Por otra parte, debe precisarse lo que en estadística se conoce como error de inclusión. En el caso que ahora nos ocupa es pertinente señalar que, tal como lo señalan las encuestas y relevamientos más importantes –por ejemplo, las reiteradas manifestaciones del Bureau of Justice Statistics de los Estados Unidos–, “una abrumadora mayoría de consumidores de drogas nunca han cometido un crimen”. Del hecho de que muchos actos criminales hayan sido cometidos por personas que han consumido drogas no se sigue el nexo drogas-crimen. Para sacar conclusiones en esta materia es menester mirar el universo, no se puede atender solo un segmento y extrapolar. Una cosa es un correlato y otra bien distinta es una relación causal: hace una década había correlación perfecta entre el largo de las polleras en Inglaterra y la crianza de cerdos en Australia, de lo cual no se desprende nexo causal alguno. Otro asunto bien diferente son las disposiciones en algunos códigos penales en los que se considera un atenuante cuando un delito es cometido por una persona drogada, en lugar de constituir un agravante.
Por todo esto es que expresidentes como Vicente Fox (México), Jorge Batlle (Uruguay), César Gaviria (Colombia) y Fernando Henrique Cardoso (Brasil) han propuesto la liberación de las drogas y también el exsecretario de Estado de Estados Unidos George Shultz y el exsecretario general de las Naciones Unidas Javier Pérez de Cuellar. Por su parte, Mario Vargas Llosa sostiene que si no se liberan las drogas estas terminarán con la democracia. Por supuesto que la liberación debe tratar a los menores tal como se hace con la licencia de conducir, el alcohol y similares en el contexto de campañas de prevención.
Es cierto que con los defectos del sistema de salud estatal imperante no pocos drogadictos se harían atender allí, con lo que les endosarían las cuentas a otros, pero es de rigor el análisis costo-beneficio en el que se percibe que, como advierten las personalidades que acabamos de mencionar, el costo de perderlo todo es mucho mayor.
A veces se piensa que si se liberan las drogas todo el mundo se drogará. Pero consideremos los incentivos para no aceptar en los lugares de trabajo y similares a seres que no son capaces de controlarse a sí mismos. En verdad, estarán circunscriptos a sus domicilios o a lugares expresamente establecidos para drogodependientes. Por supuesto que esto se desvirtúa si los aparatos estatales se inmiscuyen en la producción y otras sandeces por el estilo. Thomas Sowell escribe que se insiste en la fracasada política porque “las cruzadas de este tipo son juzgadas por lo bien que se sienten los cruzados”.
Cabe destacar que si una madre embarazada se droga, cualquiera puede actuar como subrogante para defender la vida y la integridad física de la criatura frente a tamaña agresión (lo cual es independiente de liberarnos del flagelo de la prohibición).
En una ya lejana oportunidad, conversando con mi amigo Agustín Navarro –médico y economista– en México, me hablaba de la importancia de liberar las drogas en una época en que yo sostenía equivocadamente que había que prohibirlas (en realidad fueron alumnos míos de la UBA los que me convencieron de la inconsistencia en este asunto que se daba de bruces con el resto del andamiaje de análisis económico de la asignatura). En esa ocasión le pregunté a mi amigo por qué no escribía sobre el asunto. La respuesta me dejó helado. Me dijo que lo había proyectado, pero abandonó el propósito debido a las amenazas que recibió su familia. La conversación terminó con su conclusión en cuanto a que la peor noticia para los barones de la droga es que se liberen, puesto que se quedarán sin el suculento botín.
Abandonada la errada posición, hace tiempo se publicó un libro de mi autoría titulado La tragedia de la drogadicción. Una propuesta con prólogo de Carlos Alberto Montaner, donde me explayo sobre lo consignado telegráficamente en esta nota y subrayo que cuando se dice en economía que al bajar el precio se incrementa la demanda, es central agregar que esto ocurre siempre y cuando los demás factores se mantengan constantes. Y esto no es así con el mercado de drogas, puesto que una vez liberado desaparecen los antedichos pagos astronómicos a los pushers y los incentivos a sus socios, lo cual modifica la situación.