Un Rey en una democracia occidental es una figura pública difícil de ocultar al público, incluso fuera de España. Además de que está constantemente escoltado por agentes de policía especializados que supongo informarán de donde está a sus superiores. Además, supongo que sus viajes, incluso los privados, estarán en conocimiento del gobierno, aunque sea para informar al país a donde se dirija, en el caso de hacer viajes, para que tomen las debidas medidas de protección o autoricen el ingreso y la estancia de escoltas armados.
Es de presumir también que dada la protección con que cuenta la figura real estén también informados, aunque sea sólo por cuestiones de seguridad, de con quién y con qué frecuencia se reúne el Rey con otras personalidades, incluyendo sus amistades o amoríos privados. Por lo tanto, en el caso de que su Majestad haya tenido tratos incorrectos o potencialmente delictivos con personajes de dudosa moralidad es casi seguro que el gobierno de turno, y ha habido varios en España, lo supiese, y de ser así debería haber puesto fin a tales relaciones.
De hecho, la prensa ha informado de la distinta conducta del Rey con distintos gobiernos, lo que prueba que si quisiesen podrían establecer controles sobre su conducta. Pero por lo que cuentan los medios de comunicación esto era ya bien sabido desde hace muchos años, más la población no recibió información detallada de estas actividades hasta hace relativamente poco tiempo.
La cuestión es, si se sabía o intuía ¿por qué se ocultó tanto tiempo? Y sobre todo sería interesante saber sólo una cuestión nuestra o es práctica más o menos común en nuestro entorno, esto si responde a la lógica del funcionamiento de los Estados modernos o es sólo una desviación por parte de actores políticos de moral laxa. Recordemos el caso de los diamantes centroafricanos del presidente francés Giscard, que tanto dieron que hablar hace años, o de las supuestas trapacerías de un destacado miembro de la familia real holandesa.
Aquí entramos en una cuestión espinosa, que es la de la forma en que se realizan determinados contratos entre países occidentales, supuestamente transparentes y respetuosos con los procedimientos legales, y países digamos que con procedimientos distintos, por lo menos según lo que informan los índices de corrupción y de buenas prácticas en la administración que se publican periódicamente.
Existe además una muy numerosa literatura académica sobre la corrupción en muchos países y el peso que esta tiene tanto en el buen desempeño económico como en la calidad de su democracia, de haberla, o de su gobierno. Pero casi no existe literatura sobre la forma en que esta se lleva a cabo, esto es cual es el procedimiento concreto para conseguir un contrato o una adjudicación en uno de esos países.
Tenemos que recurrir para ello a literatura de “ficción” como los libros de Antony Jay. Su trilogía, luego llevada a la televisión, Yes, minister, es excelente y algo cuenta al respecto, pero tempoco mucho pues sólo le dedica un capítul. Tambien a los reportajes que a aparecen a veces; o a los sumarios judiciales en el caso de haberlos para intentar obtener algo de luz al respecto.
El problema es que estos estudian casos concretos de conducta desviada y los abordan como algo puntual. No elaboran, por tanto, una teoría sistemática sobre la lógica de actuación de los Estados contemporáneos que pudiese servir de guía. Es lógico que así sea, pues por lo que relatan estas fuentes parece que en muchos de estos contratos se recurre al soborno, a la comisión o al sobreprecio.
No parece que en muchos de estos países existan portales de transparencia fiables o instituciones independientes de supervisión, que lo sean realmente. A esto se le suma que normalmente lo que se contrata sea difícil de cuantificar objetivamente, como las obras e infraestructuras públicas, o difícil de justificar cara a la opinión pública occidental, como la venta de armas o instrumentos de represión a dictaduras con un no muy buen historial en el respeto a los derechos humanos.
Pero por desgracia los gobiernos occidentales cuentan con muchas empresas, públicas o público-privadas, que viven de vender ese tipo de bienes y que reclaman carga de trabajo. Y muchas veces están apoyadas por alcaldes u otras figuras políticas regionales del mismo partido que está en el gobierno y se ven presionados a obtener contratos.
Conseguir un contrato en esas condiciones no es fácil pues al ser contratos no muy claros la desconfianza es mutua y ambas partes recelan una de la otra. El occidental que va por las buenas puede ser fácilmente engañado y sin reclamación posible, mientras que el ambiente del régimen poco transparente teme que se puedan divulgar los términos del contrato y las coimas que de él puedan resultar. La figura de un intermediario que de confianza a ambas partes se hace pues casi indispensable.
A veces se recurre a intermediarios profesionales, con buenos contactos en estos gobiernos, que intuyo son esas extrañas y opacas figuras que discurren por los mundos de la jet-set y que de vez en cuando vemos en los periódicos indultadas o refugiadas en nuestros países sin que nadie haga muchas preguntas. A veces las relaciones se hacen entre los propios mandatarios en fiestas o reuniones privadas, como las que se celebraban en las mansiones de un antiguo presidente italiano, bien documentadas después en la prensa sensacionalista y que le costaron el puesto a más de un responsable político centroeuropeo, sorprendido en posturas poco elegantes.
Supongo que no irían allí sólo a jugar a las cartas o a probar los licores del magnate y que algo más tratarían en ese ambiente de confianza que muestran, dado que supongo que podrían divertirse así cuando lo deseen, pues ninguno parece pasar estrecheces económicas. Otra opción podría ser en algunos casos buscar como intermediario o conseguidor a algún miembro de la clase dirigente, de la realeza o algún antiguo presidente, en el que confíen después de muchas interacciones y al que sea difícil engañar sin perder reputación entre los suyos. Estos conocen bien a sus contrapartes en estos países, saben con quién y cómo hablar y son de confianza para ambas partes.
Hoppe en su libro sobre la democracia afirmaba que una de las virtudes de las monarquías frente a las democracias es su mayor experiencia en política exterior, dado que al ser su permanencia en el puesto muy larga les daba tiempo a estrechar relaciones y por tanto a dar confianza a gobernantes de esos países. Supongo que Hoppe se refería al desbloqueo de asuntos políticos espinosos, como cuando se da algún contencioso entre España y Marruecos, pero podría valer también para el establecimiento de relaciones comerciales. Un Rey o miembro de una familia real europea conoce a muchos otros Reyes o presidentes y siempre es bien recibido, incluso para hacer negocios.
No sería extraño pues que muchos gobernantes de países occidentales quisiesen echar mano de tan formidable baza en las relaciones exteriores y pudiesen insinuar, con mayor o menor vehemencia, a estas figuras la conveniencia de apoyar a la maltrecha industria nacional. Repito que no sé si es así pues no existe evidencia de este tipo de conductas. Sólo sé que en muchos viajes oficiales Reyes y presidentes no van solos, sino acompañados de representantes de las grandes empresas de sus respectivos países.
Pero hay algunas cosas que sí estaría claras en el caso de que los gobiernos en aras del “interés general” hubiesen usado de las relaciones públicas reales o presidenciales. La primera es que no sería extraño que el intermediario recibiese algún tipo de compensación por sus servicios, que no tiene por qué ser necesariamente dinero. Todos los intermediarios a este nivel las reciben y es normal que si se beneficia a alguna empresa que obtenga beneficio el que facilita el trato obtenga alguno también. De recibirlo está claro que no puede ser declarado fiscalmente.
Parece poco ético que así se haga pues un representante del gobierno debe cumplir con hacienda para dar ejemplo a su población, que pudiera ser el caso, se sintiese agraviada por esta conducta. Pero en este caso no se puede declarar al fisco sin delatar al pagador de la intermediación, sea esta una empresa nativa sea el gobierno del otro país. De cumplir con su deber de declaración la confianza se rompería y el intermediario ya no valdría para otras transacciones análogas. Sin contar con que podría poner en apuros al gobernante de turno que pudiese haber instigado la operación. De ahí que cierta laxitud con la conducta fiscal de estas personas sea la postura lógica de cualquier gobierno.
También es lógico que deposite esas comisiones, de haberlas, en paraísos fiscales opacos al escrutinio de la prensa nacional. Otra cosa es que estas actividades sean desveladas por alguna persona agraviada o algún testaferro que se sienta injustamente tratado y de ahí que se desaten escándalos en los que todos se rasguen las vestiduras, incluidos los beneficiarios de las operaciones. Pero a medio plazo estos asuntos se olvidan y se van tapando convenientemente para evitar la ruptura de contratos en vigor o poder volver a hacerlos en el futuro.
El Rey emérito dijo en Sanxenxo que no tenía nada por lo que pedir perdón. No lo sé y presumo su inocencia. Pero conociendo la lógica de funcionamiento de los Estados, su opacidad y la necesidad que tienen a veces de realizar contratos en secreto mucho temo que no es el único que tiene algo que debería ser personado. Por desgracia, repito, este tipo de actuaciones no cuentan con literatura concluyente que la respalde y no sé si lo descrito se corresponde o no con las acciones de nuestro monarca. Son sólo suposiciones sin contrastar pero que podrían servir para una mejor comprensión de las dinámicas estatales.