Por Rosa Montero
El País, Madrid
Ah, si de joven yo hubiera sabido que iba a envejecer y que me iba a morir,
creo que hubiera vivido de otra manera
Esto es una advertencia: ayer mismo me acosté teniendo 16 años y hoy me he despertado con más de sesenta. Quiero decir que la vida vuela. Ah, si de joven yo hubiera sabido que iba a envejecer y que me iba a morir, creo que hubiera vivido de otra manera. Lo que acabo de decir es una boutade, lo sé; pero, al mismo tiempo, es cierto que, con los años, llegas a un territorio, el de la vejez y la Parca merodeante, que antes nunca habías visto con verdadera claridad. Y entonces te dices: ah, cuánto tiempo perdido. Y no porque mi existencia me desagrade, al contrario, creo que ha sido y es muy intensa y que he hecho todo cuanto he querido hacer. Pero con qué nervios, de qué forma tan atormentada o tan aturullada, cuántas veces he vivido con el cuerpo aquí y la cabeza en otra parte. Por no hablar de la cantidad de tiempo y de energía perdidos en tonterías, como, por ejemplo, en creerme fea a los 18 años (cuando estaba más guapa que nunca), o en reconcomerme de angustia temiendo no estar a la altura en algún trabajo. Por eso, repito: si yo hubiera sabido que iba a envejecer y que me iba a morir, hubiera vivido de otra manera.
Todo esto viene al hilo, claro está, del cambio de año. Esto del calendario no es más que una convención, pero cómo remueve y cómo escuece. En estas fechas es imposible no dedicar siquiera un minuto a sentir el viento del tiempo contra la cara, a revisar someramente el pasado, a preguntarte sobre tu futuro. Acabo de leer un libro extraordinario que viene bien para acompañar estas congojas. Se trata de Instrumental: memorias de música, medicina y locura, de James Rhodes (Blackie Books). El británico Rhodes tiene una biografía totalmente improbable. Por ejemplo, es pianista, un buen concertista. Sin embargo, empezó a estudiar piano mal y tarde, y luego lo dejó por completo durante 10 años hasta retomar la música en sus veintimuchos. No creo que haya habido en el mundo un caso así. Si abandonas un instrumento de ese modo, simplemente no es posible ser un músico de esa calidad. Pero él lo es. He aquí su primer milagro.
Tiene varios más, algunos espeluznantes. El libro de Rhodes cuenta con una crudeza que yo no había visto la experiencia de una víctima de pedofilia. A los seis años recién cumplidos, James fue violado por su profesor de boxeo del colegio. Y el tipejo lo siguió haciendo durante cinco años impune y sistemáticamente, hasta que Rhodes cambió de escuela. El niño, amenazado por el pedófilo, avergonzado y amedrentado, no dijo nunca nada a nadie; pero otros profesores lo veían llorar, lo veían salir con las piernas sangrando del despacho del monstruo y no hicieron nada. El libro de Rhodes es un grito indignado a esa pasividad tan común ante los abusos infantiles. Como las pequeñas víctimas no se atreven a denunciar, es muy cómodo ignorar un horror que se queda escondido, como los malvados ogros de los cuentos, en los cuartos oscuros y en las pesadillas de los niños. Y otra enseñanza más de este tremendo libro: las violaciones dejan secuelas. En primer lugar, graves secuelas físicas, porque es una brutalización continuada de un cuerpo muy pequeño (el músico tuvo que ser operado varias veces); y, por supuesto, una catarata de catástrofes psíquicas. Prostitución en la adolescencia, un año de internamiento en un psiquiátrico, tres intentos de suicidio, cortes autoinfligidos con una cuchilla, drogas, furia y dolor. Y este es el segundo milagro: ha sobrevivido a todo eso.
Tercer milagro: James es la prueba de que el arte y la belleza ayudan. En el caso de James, es la música lo que amansó su fiera interior. Todos podemos y debemos recurrir a ello: cuanta más belleza en nuestras vidas, más fuera del tiempo y de la pena, más inmortales.
Pero aún queda por contar un cuarto milagro. Aunque la existencia de Rhodes parece larguísima y convulsa, sólo tiene 40 años. Guau, eso es vivir deprisa. Como decía Lou Reed: mi día equivale a tu año. Pues bien, al final el autor apuesta por su segunda esposa, Hattie, y se atreve a dar unos consejos para el bien amar. Antes, al leer el libro, Rhodes me había parecido un hombre conmovedor y admirable, pero también furioso y herido, demasiado intenso como para tenerlo muy cerca. Pero en estas páginas finales habla de la convivencia con tan modesta, honda sabiduría que me ha dejado admirada. Como, por ejemplo: “Lo que más deteriora una relación es tratar de salir ganando”. Pequeña gran verdad. Hace falta vivir mucho y pensar mucho para llegar a tan poco. O sea, que se puede aprender, aunque vengas con las heridas más crueles. Se puede recomenzar una y otra vez. Aviso a navegantes para sortear los escollos de este año: recordemos que, como prueba Rhodes, siempre hay futuro. Nunca seremos tan jóvenes como hoy y la vida se conquista día a día.