Por Gabriel Gasave
“El gobierno fue establecido para proteger al hombre de los delincuentes, y la Constitución fue escrita para proteger al hombre del gobierno”
Ayn Rand
Confieso que la tarea de releer a Juan Bautista Alberdi y su Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina según su Constitución de 1853 y avocarme a escribir estas líneas deja en mí una sensación agridulce.
Por un lado, uno vuelve a maravillarse de como el trabajo publicado al año siguiente de la adopción de nuestra Carta Magna delinea meticulosamente los principios económicos que ésta adopta y que permitieron que Argentina fuera un país comparable a las grandes potencias europeas respecto de sus salarios, lo que la convertía en un faro de atracción para aquellos inmigrantes que buscaban una vida mejor en otros lares, y que además, entre otras cosas, generaba por ejemplo exportaciones equiparables a las de otras igualmente incipientes naciones como Australia o Canadá.
Por otro lado, uno cae en el desencanto y la frustración cuando observa como esos sanos principios de libertad comienzan a ser abandonados con el aluvión fascista que azotó al país a partir de la década del 30 del siglo XX y toma conciencia de que la Constitución soñada por Alberdi en sus Bases no logró abrirse del todo camino y perdurar frente a una tradición de estatismo, regulación e intervención heredada y enraizada en nuestra idiosincrasia desde de los años de la colonia.
El análisis del Sistema económico y rentístico es dividido por Alberdi en tres partes más una introducción. La primera parte dedicada a describir las disposiciones de la Constitución atinentes a la creación de riqueza; la segunda se aboca a los principios constitucionales relativos a la distribución de esa riqueza; y finalmente, la tercera parte examina las disposiciones vinculadas a la formación, administración y empleo de lo que él llama el Tesoro nacional.
En la introducción a esta obra, Alberdi nos señala que la Constitución de 1853 establece un sistema integral de política económica basado en garantizar “la libre acción del trabajo, del capital, y de la tierra, como principales agentes de la producción, ratifica la ley natural de equilibrio que preside al fenómeno de la distribución de la riqueza, y encierra en límites discretos y justos los actos que tienen relación con el fenómeno de los consumos públicos”. En base a ello no sorprende cuando destaca que tanto el mercantilismo, él lo llama la escuela mercantil, de los siglos XVI y XVII, como el socialismo de su época, se dan de bruces con las disposiciones de la Constitución dado que ambos tienden a “limitar la libertad del individuo en la producción, posesión y distribución de la riqueza”. Hace hincapié en que la doctrina económica de nuestro Ley Fundamental es la de la Escuela Clásica que se origina en simultaneo con la revolución estadounidense de la mano del escoces Adam Smith y de la cual, en palabras de Alberdi, el francés Juan Bautista Say es su “apóstol más lúcido, su expositor más brillante”.
Esta adhesión constitucional al ideario de libertad enarbolado por el autor de la Riqueza de las Naciones queda sintetizada cuando Alberdi se pregunta “¿quién hace la riqueza? ¿Es la riqueza obra del gobierno? ¿Se decreta la riqueza?” para concluir que el “gobierno tiene el poder de estorbar o ayudar a su producción, pero no es obra suya la creación de la riqueza”. Reflexiona genialmente al plantear “¿qué exige la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse? Lo que Diógenes exigía de Alejandro; que no le haga sombra” agregando al respecto que “toda la gloria de Adam Smith, el Hornero de la verdadera economía, descansa en haber demostrado lo que otros habían sentido, - que el trabajo libre es el principio vital de las riquezas”.
Queda en claro entonces que los convencionales constituyentes eran conscientes de que la riqueza no nos viene dada, sino que debe ser creada a través del intercambio de valores que tiene lugar en el proceso de mercado ya que la condición natural de los seres humanos es la de la pobreza más abyecta. Lamentablemente esa no es el pensamiento de nuestros petulantes mandatarios que se siguen jactando de que el país es naturalmente rico, con amplias y fértiles extensiones de tierra y abundantes recursos naturales lo que es cierto, pero no suficiente. Hoy día la riqueza está dada fundamentalmente por el hecho de contar con cosas tales como computadoras, satélites de comunicaciones, fibra óptica, etc., y todo ello requiere esencialmente de un previo proceso de acumulación de capital para su realización, proceso al que nos hemos empecinado en atacar y destruir en aras de la “Soberanía Nacional” de manera sistemática desde hace ya muchísimos años, a través de toda una gama de artillería intervencionista, de la destrucción de varios signos monetarios y de una presión fiscal agobiante.
Es en este sentido que el gran tucumano nos recuerda que “Hasta aquí el peor enemigo de la riqueza del país ha sido la riqueza del Fisco. Debemos al antiguo régimen colonial el legado de este error fundamental de su economía española”. Merece destacarse el reconocimiento alberdiano de que a pesar de la Revolución de Mayo de 1810 y la Declaración de la Independencia de 1916, todavía a mediados del siglo XIX los argentinos “después de ser máquinas del fisco español, hemos pasado a serlo del fisco nacional: he ahí toda la diferencia. Después de ser colonos de España, lo hemos sido de nuestros gobiernos patrios: siempre estados fiscales, siempre máquinas serviles de rentas, que jamás llegan, porque la miseria y el atraso nada pueden redituar”.
Cuando el país aún no se encontraba como lo está actualmente bajo el yugo de un enjambre de leyes laborales que, inspiradas en la Carta del Lavoro de Mussolini de 1927, siguen generando todo tipo de distorsiones en el mercado del trabajo, Alberdi nos recuerda que la Constitución de 1853 consideraba que “el derecho al trabajo y de ejercer toda industria lícita, es una libertad que abraza todos los medios de la producción humana, sin más excepción que la industria ilícita o criminal, es decir, la industria atentatoria de la libertad de otro y del derecho de tercero. Toda la grande escuela de Adam Smith está reducida a demostrar que el trabajo libre es el principio esencial de toda riqueza creada”, por lo que su artículo 19 establecía que "Las acciones privadas de los hombres, que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Confederación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe".
Resulta fundamental la observación que hace Alberdi de que “la libertad o derecho al trabajo, concedido a todos los habitantes de la Confederación por los artículos 14 y 20 de la Constitución, envuelve esencialmente el derecho a los provechos del trabajo. Todos tienen opción a los beneficios del trabajo, bajo las reglas de una entera libertad sobre su tasa entre el que ofrece el trabajo y el que lo busca” y que “el salario es libre por la Constitución como precio del trabajo, su tasa depende de las leyes normales del mercado, y se regla por la voluntad libre de los contratantes”. Esto último, el considerar al salario como un precio y por lo tanto sujeto a los vaivenes de la oferta y la demanda en un momento particular, explica el fenomenal crecimiento del país en aquella segunda mitad del siglo XVIII y lo atractivo que resultaba para los extranjeros emigrar a estas tierras. El llamado desempleo involuntario, consecuencia de la aplicación de leyes que entre otras cosas establecen un salario mínimo, era desconocido en esta parte del mundo.
Si tomamos en consideración que el trabajo es un factor de producción, y por tal motivo un bien económico escaso, con relación a la necesidad que de él existe en un momento dado, enfrentamos una situación que en principio vendría a desafiar al principio aristotélico de “no-contradicción”: ¿cómo puede ser que algo que es escaso al mismo tiempo sobre? ¿Por qué aparece entonces el desempleo e individuos que desean trabajar no encuentran ni cómo ni dónde hacerlo? En el contexto de un mercado libre de trabas y regulaciones, todo aquel que ofrezca su trabajo encontrará alguien que lo demande. Al salario de mercado, se igualan la oferta y la demanda de este factor de producción y es imposible que exista tal cosa como el desempleo.
La desocupación no significa por lo tanto que, el trabajo-físico o intelectual -que un individuo ofrece no resulte necesario para alguien, sino que pone en evidencia que “algo” se ha interpuesto entre aquel que desea trabajar y quien estaría dispuesto a contratarlo. Ese “algo” es la injerencia gubernamental en el mercado laboral, que so pretexto de proteger a los trabajadores, establece todo tipo de gravámenes, cargas y pseudoderechos, que desalientan la contratación tornándola antieconómica e inviable. Es tan eficaz esta “protección” a los trabajadores, que finalmente los mismos ya ni siquiera salen de sus casas pues sus empleos han desaparecido.
El ejemplo más claro está en que al país llegan inmigrantes de naciones vecinas, muchos de ellos con el grado más alto de analfabetismo, atraídos por la posibilidad de percibir ingresos más elevados. Ellos encuentran, casi inmediatamente a su arribo, una tarea que realizar porque al ser “ilegales”, los mismos son contratados en “negro”, esto es, bajo las condiciones del mercado que siempre emergen por algún lado. Esas condiciones del mercado eran precisamente las que encontraban protección y resguardo en aquella Constitución de 1853.
Tenía muy en claro Alberdi que, en sus palabras, la libertad declarada no es la libertad puesta en obra y que “consignar la libertad económica en la Constitución es apenas escribirla, es declararla principio y nada más; trasladarla de allí a las leyes orgánicas, a los decretos, reglamentos y ordenanzas de la administración práctica, es ponerla en ejecución: y no hay más medio de convertir la libertad escrita en libertad de hecho”.
También estaba presente en su pensamiento la idea de que el rol del gobierno no es uno secundario sino esencial: hacer justicia. Expresamente escribió “El gobierno no ha sido creado para hacer ganancias, sino para hacer justicia; no ha sido creado para hacerse rico, sino para ser el guardián y centinela de los derechos del hombre, el primero de los cuales es el derecho al trabajo, o bien sea la libertad de industria”.
Es en este sentido que Alberdi considera a la industria pública, lo que hoy día denominamos “empresas del Estado”, como una idea que “es absurda y falsa en su base económica. La industria en sus tres grandes modos de producción es la agricultura, la fabricación y el comercio; pública o privada, no tiene otras funciones. En cualquiera de ellas que se lance el Estado, tenemos al gobierno de labrador, de fabricante o de mercader; es decir, fuera de su rol esencialmente público y privativo, que es de legislar, juzgar y administrar”.
En cuanto a las disposiciones y principios de la Constitución que se relacionan con la distribución de la riqueza, Alberdi consideraba acertadamente que la producción y la distribución eran dos caras de la misma moneda y que no podía escindirse una de la otra como si sostenían algunos economistas clásicos. Escribió Alberdi: “No se podría concebir libertad de una especie para producir Un valor, y libertad de otra especie para aprovechar del valor producido. El principio de igualdad, v. g., que reconoce en todos el derecho al trabajo, o, lo que es igual, a producir valor, no podría desconocer el mismo derecho aprovechar de la utilidad correspondiente a su parte de producción. El derecho al trabajo, v. g., está tan ligado al derecho al producto o resultado del trabajo, que no son más que un solo derecho considerado bajo dos aspectos. Sólo la iniquidad ha podido admitir el uno y desconocer el otro; sólo ella ha desconocido el derecho al trabajo, para disputar el de optar a sus provechos”.
Consideraba sabiamente que en un sistema de genuino laissez faire, la única alternativa que tiene cada uno de nosotros a fin de subsistir y de progresar es la de atender de la mejor manera posible las necesidades del mercado, es decir, de nuestros semejantes. Por supuesto que contamos con otra posibilidad para alcanzar dichos objetivos: robar. Este camino podría adoptar dos modalidades básicas. Hacerlo revolver en mano, lo que no solamente no es elegante y trae aparejado el descontento de nuestras víctimas, sino que además puede conducirnos a la cárcel; o realizar el saqueo de una manera mucho más sutil y menos riesgosa, logrando que el gobierno robe por nosotros. Todo aquel que goza de un subsidio, de una exención fiscal, de una protección arancelaria, de un monopolio concedido por ley, etc., se está beneficiando en desmedro de todos nosotros, es decir nos está robando, con la ventaja de que ese acto, a todas luces ilegítimo, goza del amparo de la ley.
Ese saqueo legalizado es el corazón de las políticas que tienen por objeto redistribuir ingresos o de justicia social. Si concordamos en que lo justo es “darle a cada uno lo suyo” y observamos como las políticas de justicia social les quitan a unos lo que les es propio, para darle a otro lo que no le corresponde, ni le pertenece, notamos entonces que estamos ante una clara injusticia. Podemos concluir, que no hay nada más injusto que una buena justicia social, la que no es otra cosa que ponerle un nombre sofisticado al viejo acto de robarle al prójimo. El ser humano es un fin en sí mismo, mientras que la justicia social nos considera a cada uno de nosotros como un mero medio para los fines de los demás, como “carne de cañón” que debe ser sacrificada en aras de la tribu o de ese engendro imposible de definir llamado "bien común".
A efectos de realizar una reforma legislativa y terminar así con el legado colonial, que entre otras atrocidades permitía esa expoliación legal a la que nos referíamos arriba, Alberdi se plantea si “este cambio, ¿deberá ser simultáneo o gradual? ¿Cuál será el método que convenga a la reforma? ¿La sanción de códigos, o la promulgación de leyes parciales y sucesivas?”. Él mismo nos da la respuesta cuando escribe que “Los códigos son el método para satisfacer todas las necesidades legislativas de un país en un solo día y en un solo acto. Esto solo basta para notar que es un mal método en países que dan principio a una vida tan desconocida y nueva en sus elementos y medios orgánicos, como el suelo, el principio, la combinación y fin de su desarrollo” añadiendo que “para pueblos que empiezan, los códigos son simples programas embarazosos, siempre incompletos y siempre refutados por la experiencia del día siguiente” para finalizar afirmando que “sin duda alguna, es preferible el método de reforma legislativa por leyes sueltas o parciales, porque él tiene por guía y colaborador a la experiencia, que es la reveladora de las leyes normales, de que deben ser expresión fiel las que dan los Congresos prudentes y sensatos”. Sobre este punto resulta sumamente interesante el intercambio de ideas que Alberdi realizara con Dalmacio Vélez Sarsfield, redactor del Código Civil de 1871.
Finalmente, hay dos aspectos que resultan interesantes destacar de la tercera parte del Sistema económico y rentístico en lo referente al financiamiento del Tesoro nacional.
Por una parte, cuando Alberdi resalta que son las provincias las que recaudan sus tributos y contribuyen con una parte de lo recaudado al sostenimiento de la nación, sistema totalmente distorsionado en la actualidad bajo la llamada Coparticipación Federal en la cual el Estado central se hace de los ingresos tributarios y luego reparte “hacia abajo” conforme las preferencias políticas del momento. Al respecto escribía, “Este Tesoro nacional es tan propio y peculiar de las provincias reunidas en cuerpo de nación, como lo es de cada una el de su distrito. No abandonan un ápice de su renta en esa delegación. Respecto de una porción de ella, sólo ceden a la Confederación un modo local de crear y de invertir esa renta, en cambio de otro modo nacional de crear y de invertir esa misma porción de su renta, que abandonan en apariencia, pero que en realidad toman. El Tesoro nacional no es un tesoro independiente y ajeno de las provincias. Formado de las contribuciones pagadas por todas ellas, de los fondos en tierras y en valores que a todas pertenecen, de los créditos contraídos bajo su responsabilidad unida, el Tesoro nacional pertenece a las provincias unidas en cuerpo de nación, y está destinado a invertirse en las necesidades de un gobierno elegido, creado, costeado por las provincias, cual es su gobierno común y nacional, que es gobierno tan suyo como es de cada provincia su gobierno local”.
El otro aspecto es que, en casos excepcionales, cuando los ingresos obtenidos mediante la recaudación de impuestos no resulta suficiente para hacer frente a todas las erogaciones del Tesoro nacional, el sistema de la Constitución de 1953 prefería la emisión de deuda soberana antes que la emisión espuria de dinero, la cual no es otra cosa que un impuesto “encubierto” que al ser la causa de la inflación termina erosionando el poder adquisitivo del dinero y por ende el fruto del trabajo de los ciudadanos. Escribe Alberdi sobre el particular “El empréstito directo y franco de cantidad determinada tomado a nombre de la Nación, es un medio de emplear el crédito del Estado, diez veces preferible a la emisión oficial de billetes de banco, sea con base metálica o sin ella. La Constitución misma (art. 4) nombra ese recurso primero que los otros; y por segunda vez en el art. 64, primero da al Congreso la facultad de contraer empréstitos de dinero, que la de establecer bancos de emisión” añadiendo “Siendo la moneda el instrumento con que se opera el cambio de nuestros productos por los artefactos en que la Europa nos trae su civilización, toda alteración grave en el valor de esa mercancía intermediaria del cambio de las otras, introduce una perturbación en el comercio, siempre funesta a la suerte de estos países llamados a fomentar su civilización por los beneficios de esa industria representativa de tantos y tan variados intereses para la América del Sud”.
A modo de conclusión, podemos afirmar que mientras estos preclaros preceptos que hemos venido analizando rigieron los destinos del país, Argentina ocupó un sitial de honor entre las naciones más prósperas del mundo.
Alberdi nos decía que “La propiedad sin el uso ilimitado es un derecho nominal […] El ladrón privado es el más débil de los enemigos que la propiedad reconozca. Ella puede ser atacada por el Estado en nombre de la utilidad pública”. Nosotros, con el devenir del siglo XX, y con sus gastos públicos y déficit fiscales exorbitantes, regulaciones e impuestos asfixiantes, endeudamientos gubernamentales siderales y una descontrolada emisión de dinero que destruyó cinco signos monetarios junto con la capacidad de ahorro e inversión de toda una nación, atestiguamos también como el estatismo se fue forjando como el enemigo más poderoso de aquella sabia Constitución de 1853 y el país trastabilló de crisis en crisis sin solución hundida en el populismo y la corrupción.
Por ello, hoy más que nunca resulta imprescindible que los jóvenes tomen contacto con las ideas alberdianas y cuenten de ese modo con la fabulosa munición intelectual que las mismas proporcionan y que permitirán en el futuro hacer de Argentina nuevamente una gran nación.
El autor es Investigador Asociado en el Centro Para la Prosperidad Global en el Independent Institute y Director de ElIndependent.org.