Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Conocí a Joan Ollé gracias a Juan Cruz, hace una veintena de años en mi casa de Madrid. Yo acababa de estar en Turín, dictando unas clases en la escuela de narradores que tenía en esa ciudad el escritor italiano Alessandro Baricco y me había entusiasmado una realización teatral de este autor, que, acompañado de una actriz, contaba cuentos de actualidad, conversando en un escenario. ¿No se podía hacer algo así con los clásicos españoles y latinoamericanos en los teatros de España? Sin consultarme para nada, Juan Cruz había entusiasmado con este proyecto al Ayuntamiento de Barcelona, obteniendo su apoyo y financiación. Joan Ollé, en buena hora, era el director elegido por esta institución, y aceptó, acompañado por una excelente actriz, Aitana Sánchez Gijón, que yo hubiera elegido para el proyecto por su espléndida actuación, que acababa de ver en el Teatro Español, en La gata sobre el tejado de zinc de Tennessee Williams, por eso estaban ellos allí. Quién iba decirnos que ese trío pasaríamos a ser íntimos amigos.
Les expliqué mi proyecto, les dije que yo escribiría los guiones, y les leí algunos de ellos. “Son espantosos”, me dijo Joan Ollé cuando los escuchó. “¿Por qué no tratas de contarlos, más bien, sin escribirlos?”. Así lo hice, y de esta manera nació La verdad de las mentiras, que durante algunos años capturó todo mi tiempo y trabajo dramático.
Joan Ollé era un hombre lleno de ideas, referidas casi exclusivamente al teatro. “El teatro no es la vida”, solía decir, “aunque se le parezca en su percepción y pureza, previstas en todas las lenguas del mundo”. Allí pueden expresarse las mil y una aventuras, como han hecho los grandes autores, sobre todo los clásicos. La actuación de los actores sirve a las obras pero no se sirve de ellas. No hay otra manera de servir al teatro que siendo humildes y esforzados. El teatro no tiene nada que ver con el cine ni con los musicales, esos halagos que lo hacen desfigurarse y lo pervierten, sino con el teatro mismo. Por eso, hay que leer las piezas clásicas y aprender de ellas lo esencial del teatro. Todo está allí, reconcentrado, y nuestro deber es descubrirlo. En el texto llegan ideas y hay que defenderlas con pasión, en su integridad, porque el mejor montaje es aquel que es más fiel a esos textos. Es interesante que uno de los autores más famosos por sus travesuras fuera tan leal a los textos clásicos.
Murió a los 66 años, de un infarto de miocardio que lo sorprendió en su casa rodeado de su mujer y su hijo, y de Esther, que había sido su ayudante en varios montajes.
Era muy exigente con sus actores en cada montaje, porque él trabajaba mucho en todos ellos y yo recuerdo, por ejemplo, que en una versión de los cuentos de Boccaccio hizo un viaje a Florencia, preparándose, consultó los originales y muchos libros bibliográficos, y regresó entusiasmado a decirnos: “Ya lo tengo”. Siempre lo tendría, y de la misma manera, viajando a los lugares que inspiraban esas obras, consultando los libros y el ambiente, viendo los paisajes y empapándose con ellos. El final de todo comenzaba siempre por el principio. Él rehacía desde los primeros pasos las obras que dirigía.
Había hecho también programas de radio con Joan Barril, al que tenía admiración y respeto, y creía que el teatro y la radio tenían un secreto vínculo que había que descubrir, cada vez más a punta de trabajo. Joan Barril y él habían ganado un premio de televisión en el año 2005. Es curioso, y una de sus grandes contradicciones, que este hombre de teatro tan respetuoso de los clásicos fuera, al mismo tiempo, un entusiasta de la radio. No así de la televisión ni del cine.
Era muy perfeccionista y no dejaba nada a las circunstancias. Se reunía con los actores por separado y daba consejos que eran órdenes. Había que encubrir la voz, para que sonara natural, como quien habla a un amigo o a un conocido, y otras veces, por el contrario, elevarla y hablar como quien pronuncia un discurso en una plaza pública ante miles de personas. Ese disfuerzo o exhibicionismo frenético era lo que buscaba para acentuar una personalidad o adelgazarla hasta lo invisible. Cada instrucción era una clase que había que retener porque todo en ella era significativo, una versión que se acercaba a esa obsesión que él tenía con el montaje perfecto. Había que verlo y oírlo en las cenas, en las que, luego de tomar un whisky, recordaba los grandes espectáculos que había visto y que no eran siempre los que entronizaba el gran público, sino él mismo por afinidades que surgían y que tenían que ver con ese amor al teatro que él profesaba sobre todas las cosas. No he conocido nunca a nadie que estuviera tan identificado con su profesión. Los independentistas catalanes no lo querían y yo tengo la sensación de que el escándalo que lo acompañó los últimos meses de su vida tuvo relación con su independencia, esa valerosa actitud que siempre lo hizo depender de sí mismo por encima o por debajo de las cosas a las que indiferentemente llegaba a servir. También por su independencia y valentía, Joan Ollé fue objeto de admiración de todos los que lo conocíamos y llegamos a quererlo.
Como todos los artistas de verdad, lo persiguió la mala suerte. Su obra, que había sido reconocida en su juventud, no lo acompañó hasta el final, pese a haber sido siempre original y talentoso. He sabido que, hace algunos meses, fue objeto de una denuncia en el Instituto del Teatro de Barcelona, donde era profesor desde hacía varios años. Algunas alumnas lo denunciaron por haberse propasado con ellas y un periódico de Barcelona aprovechó aquel pequeño escándalo para censurarlo y pedir su cancelación. La institución lo pasó a retiro por falta de pruebas. “En ese país, ya no existe la presunción de inocencia”, declaró. Pero aquel escándalo lo amargó mucho y pensó siempre que sus abogados conseguirían reivindicarlo y que su nombre quedaría otra vez limpio. La muerte lo ha sorprendido sin que resolviera los acontecimientos, me comunicó este estado de cosas Aitana Sánchez Gijón, bañada en lágrimas. Yo también me he sentido tan mal como ella con esta muerte que ha venido antes de esa reivindicación que él esperaba con tanta impaciencia. Y, sin que interrumpiera su trabajo, pues había planeado para este retorno a la vida del teatro muchas aventuras nuevas en las que mostraría una vez más su inteligencia y multiplicidad. Él esperaba ser otra vez la celebridad que había sido en su juventud, en los años en que creó el Dagoll Dagom, que lo hizo muy famoso. Y era indiferente a su edad, parecía condenado a ser eternamente joven, hasta que la vida se lo llevó. La última vez que hablamos por teléfono estaba entusiasmado con un lugar que había descubierto en su Barcelona natal, y que se proponía convertir en un sitio que atraería a los jóvenes con talento y que compartían su amor por el teatro. Tenía muchos proyectos al respecto que, me dijo, serían objeto de una larga conversación, como las que tuvimos muchas veces en Madrid. La vida no le ha permitido tenerla, pero los amigos que lo acompañamos hasta el final, sabemos que ellas estaban allí, a punto de ser proferidas la próxima vez que nos viéramos, y de la misma manera seria que él tenía siempre para comunicarnos sus proyectos. Era un hombre de teatro y lo fue siempre, hasta el final. Querido Joan Ollé: descansa en paz.
© Mario Vargas Llosa, 2022.
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