Por José Carlos Rodríguez
El marxismo adolece de la confusión entre ser y deber ser. Plantea la historia del hombre en términos teleológicos, descritos con la distancia de científicos, pero expresados a su vez con la fuerza de la llamada a la acción en nombre de una injusticia cósmica. Una injusticia necesaria, pero inaceptable, conduce de forma inexorable a la acción revolucionaria, que por otro lado ha de surgir también de la voluntad de los miembros de una sociedad. Es una contradicción evidente para cualquier lector de Marx. Un seguidor frío y escrupuloso a la vez promovería una política de laissez faire para acelerar la llegada de la justicia, y sin embargo varias generaciones de fieles de la religión marxista, con temperamentos de toda laya, han criticado con dureza el libre desarrollo del mercado que habría de llevarnos, según ellos, a las puertas de su paraíso.
Un aspecto de esa contradicción es la adoración de los marxistas al líder. El líder sublima al proletariado, y actúa como agente necesario para el cambio. Pero su teoría de la historia, la de Marx, no otorga a los líderes ningún papel. Por otro lado, el marxismo histórico identifica al líder con el teórico que posee el conocimiento de la verdad. Esa identificación ha llevado a entrenar como grandes teóricos a auténticas medianías, como Lenin o Mao. ¿Cómo ofrecer una solución a todo ello? Antonio Gramsci se preocupó por resolver estas contradicciones, y cabe decir que lo logró, aunque para ello tuvo que hacer un gran sacrificio: el del marxismo.
Gramsci fue a la Rusia revolucionaria, de la que llevó a Italia (1923) la misión de crear un frente de izquierdas que luchase contra el fascismo, que estaba ya en el poder. En 1926, con la excusa de un falso intento de atentado contra Mussolini, el dictador fascista adopta varias medidas represivas; entre ellas, el encarcelamiento de Antonio Gramsci, a pesar de contar con inmunidad parlamentaria. En la cárcel, de la que sólo saldría para morir en el hospital, escribió su obra más importante.
Gramsci, que no era hombre de un sólo libro, tuvo el ingenio y la libertad de beber de fuentes muy diversas. Se planteó la necesidad de aunar la teoría marxista con una filosofía política que llamase a la acción; una “filosofía de la praxis”, como él la llamó. Por otro lado, también quería resolver otra dificultad: la de explicar por qué la historia no había traído la esperada revolución a algunos países, a la práctica totalidad, en realidad. Gramsci halló la respuesta en su teoría de la “hegemonía”.
El capitalismo puede dar sus frutos podridos en forma de contradicciones, pero su eficacia puede quedarse en la de la pólvora mojada si se encuentra con frenos eficaces, suficientes para paralizar el necesario curso de la historia. Ese freno proviene de un dominio de clase que es más complejo que el que describió el profeta. La clase burguesa posee los medios de producción, sí, pero también establece una hegemonía política y cultural por medio de la sociedad y sus instituciones, y también por medio del Estado.
La estructura (los medios de producción) determinan la superestructura (la cultura). Divide la sociedad en clases, y éstas actúan en función de sus intereses. Pero la clase burguesa se dota además de unos medios (educación, medios de comunicación, religión…) que construyen y refuerzan esa hegemonía cultural, que asienta ideas contra revolucionarias, y por tanto socavan la eficacia de la presión desde la base material hacia una revolución liberadora. Esta situación abre infinidad de vías de acción, que se resumen en el objetivo de tomar todas las instituciones, romper esa hegemonía burguesa, y substituirla por otra de carácter comunista. La revolución ya no es una fuerza que nos arrolla, sino una acción de la que somos protagonistas.
Por esa vía, Gramsci obtiene tres resultados: Uno, se explica la ineficacia de la teoría marxista, pues crisis económica y sistema burgués parecen convivir sin revolución. Dos, acuña una “filosofía de la praxis”, una llamada a la acción cultural que pasa por ocupar todas las instituciones, públicas y privadas, y someterlas a la prédica revolucionaria. Y tres, destroza hasta no dejar piedra sobre piedra el edificio teórico de Karl Marx, al menos en su aspecto pretendidamente científico. Pero es un sacrificio necesario; el tiempo corre, la promesa de un paraíso perfectamente justo quema en el corazón y hay que traerlo a la experiencia humana sin más dilación.
Gramsci abre la puerta, en definitiva, a una política marxista mucho más rica, y puede que mucho más eficaz que la acción puramente revolucionaria. Y en esa política marxista, en esa “revolución pasiva” de la que habla Gramsci, los intelectuales sí tienen un papel que jugar. Más cuanto que esa nueva praxis revolucionaria no se puede realizar de forma individual, sino que, como la misión que le encargó Lenin al propio Gramsci, pasa por la construcción de un “bloque histórico” que aúne las fuerzas de forma armónica y efectiva. Ese agente, ese “príncipe moderno” que menciona Gramsci, es el partido. Sólo el partido puede lograr esa substitución de una hegemonía por otra. Las masas deben rendir una total sumisión al mismo, mientras que los intelectuales, como él, tienen la misión de guiarlo hasta la victoria final.
Gramsci murió en 1937. Su obra no adquirió verdadera importancia hasta los años 60. Es la principal inspiración de la nueva izquierda y de movimientos como el de Podemos. ¿Por qué se ha vestido la izquierda de apoyo a los “movimientos sociales”? ¿Por qué hablan de la importancia de estar en la calle además de llegar a las instituciones? Porque la política consiste en tomar, una por una, la miríada de organismos sociales, desde las asociaciones de vecinos a los clubs de lectura, desde las asociaciones estudiantiles a las científicas, y politizarlas para someterlas a la disciplina del “príncipe moderno”. Comprender a Gramsci es esencial para entender los movimientos de izquierda actuales.