Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Durante tres siglos la novela fue, en América Latina, un género maldito. España prohibió que se enviaran novelas a sus colonias, pues los inquisidores juzgaron que libros como “el Amadis e otros de esta calidad” eran subversivos y podían apartar a los indios de Dios. Estos optimistas suponían, por lo visto, que los indios sabían leer. Pero es indudable que gracias a su celo fanático la Inquisición tuvo un instante de genialidad literaria: adivinó antes que ningún crítico el carácter esencialmente laico de la novela, su naturaleza refractaria a lo sagrado (no existe una novela mística memorable), su inclinación a preferir los asuntos humanos a los divinos y a tratar estos asuntos subversivamente. La prohibición no impidió el contrabando de libros caballerescos, pero sí amedrentó a los posibles narradores, pues hasta el siglo xix no se escribieron novelas (al menos, no se publicaron). La primera apareció en 1816, en México, y es una obra de filiación picaresca: El Periquillo Sarniento de Lizardi. Su único mérito es haber cumplido esa función inaugural. Porque además de maldita y tardía, la novela latinoamericana fue, hasta fines del siglo pasado, un género reflejo, y luego, hasta hace poco, primitivo. En el xix nuestros mejores creadores fueron poetas, como José Hernández, el autor del Martín Fierro, o ensayistas, como Sarmiento y Martí. La obra narrativa más importante del siglo xix latinoamericano se escribió en portugués; su autor es el brasileño Machado de Assis. En lengua española hubo algunos narradores decorosos, lectores más o menos aprovechados de los novelistas europeos, cuyos temas, estilos y técnicas imitaron: el colombiano Jorge Isaacs, por ejemplo, que en su novela María (1867) aclimató Chateaubriand y Bernardin de Saint-Pierre a la geografía y a la sensiblería americanas, o el chileno Blest Gana, epígono de Balzac, que compuso una legible “comedia humana” con asuntos históricos y sociales de su país. Hubo también un cuentista ingenioso, Ricardo Palma, que en sus Tradiciones inventó un pasado versallesco al Perú. Pero ninguno de nuestros narradores románticos o realistas fraguó un mundo literario universalmente válido, una representación de la realidad, fiel o infiel, pero dotada de un poder de persuasión verbal suficiente para imponerse al lector como creación autónoma. El interés de sus novelas es histórico, no estético, e incluso su valor documental es reducido: reflejas, sin punto de vista propio, nos informan más sobre lo que sus autores leían que sobre lo que veían, más sobre los vacíos culturales de una sociedad que sobre sus problemas concretos.
La frontera entre la novela refleja y la novela primitiva fue femenina y folclórica. Una matrona cuzqueña, Clorinda Matto de Turner, escribió a fines del siglo pasado un atrevido folletín: Aves sin nido (1889). Los sacrilegios, adulterios, estupros, el incesto a medias y otras iniquidades del libro no eran originales; sí, en cambio, que describiera la miserable condición del indio de los Andes y que se demorara líricamente en la pintura de un paisaje, no convencional como el de las novelas anteriores, sino real: el de la sierra peruana. Así nació en la literatura latinoamericana esa corriente que con variantes y rótulos diversos —indigenista, costumbrista, nativista, criollista— anegaría el continente hasta nuestros días (el año pasado fue coronada con el Premio Nobel en el mejor de sus representantes: el guatemalteco Miguel Ángel Asturias). La nueva actitud tuvo dos caras. Históricamente significó una toma de conciencia de la propia realidad, una reacción contra el desdén en que se tenía a las culturas aborígenes y a las subculturas mestizas, una voluntad de reivindicar a esos sectores segregados y de fundar a través de ellos una identidad nacional. En algunos casos, significó también un despertar político de los escritores en torno a los desmanes de las oligarquías criollas y al saqueo imperialista de América. Literariamente, en cambio, consistió en una confusión entre arte y artesanía, entre literatura y folclore, entre información y creación.
Una ojeada a los mejores momentos de la novela primitiva, es decir a Los de abajo (1916) del mexicano Marino Azuela; Raza de bronce (1918) del boliviano Alcides Arguedas; La vorágine (1924) del colombiano Eustasio Rivera; Don Segundo Sombra (1926) del argentino Ricardo Güiraldes; Doña Bárbara (1929) del venezolano Rómulo Gallegos; Huasipungo (1934) del ecuatoriano Jorge Icaza; El mundo es ancho y ajeno (1941) del peruano Ciro Alegría, y a El señor presidente (1948) de Asturias, permite comprobar una diferencia importante con la novela anterior: los autores latinoamericanos han dejado de copiar a los autores europeos, y ahora, más ambiciosos, más ilusos, copian la realidad. Artísticamente siguen enajenados a formas postizas, pero se advierte en ellos una originalidad temática; sus libros han ganado una cierta representatividad. Tres siglos después que los conquistadores, han descubierto al indígena y a la naturaleza de América, y a su vez (ellos con buenas intenciones) han comenzado a explotarlos. Ahora sí, el historiador y el sociólogo tienen un abundante material de trabajo: la novela se ha vuelto censo, dato geográfico, descripción de usos y costumbres, atestado etnológico, feria regional, muestrario folclórico. Se ha poblado de indios, cholos, negros y mulatos; de comuneros, gauchos, campesinos y pongos; de alpacas, llamas, vicuñas y caballos; de ponchos, ojotas, chiripás y boleadoras; de corridos, huaynos y vidalitas; de selvas como galimatías vegetales, sabanas sofocantes y páramos nevados. Seres, objetos y paisajes desempeñan en estas ficciones una función parecida, casi indiferenciable: están allí no por lo que son sino por lo que representan. ¿Y qué representan? Los valores “autóctonos” o “telúricos” de América. Aunque en algunos casos la visión de esa realidad es puramente decorativa y esteticista, como en Güiraldes, en la mayoría de los novelistas primitivos hay un afán de crítica social, y, además de documentos, sus novelas son también alegatos contra el latifundio, el monopolio extranjero, el prejuicio racial, el atraso cultural y la dictadura militar, o autopsias de la miseria del indígena. Pero el conflicto principal que ilustran casi todas ellas no es el de campesinos contra terratenientes, o colonizados contra colonizadores, sino el del hombre y la naturaleza. “El personaje principal de mis novelas es la naturaleza”, declaraba Rómulo Gallegos. Todos podrían decir lo mismo. Una naturaleza magnífica y temible, descrita con minucia y trémolos románticos, preside la acción de estas ficciones, y es el verdadero héroe que sustituye y destruye al hombre. Simbólicamente, en dos de ellas, los personajes principales son, al final, absorbidos por la naturaleza. Al poeta Arturo Cova, de La vorágine, lo “devora la selva”, según revela el telegrama con que termina la novela, y a don Segundo Sombra, el narrador lo divisa en la última página, desapareciendo poco a poco, a lo lejos, como si la pampa lo fuera cortando a hachazos. Novela pintoresca y rural, predomina en ella el campo sobre la ciudad, el paisaje sobre el personaje, y el contenido sobre la forma. La técnica es rudimentaria, preflaubertiana: el autor se entromete y opina en medio de los personajes, ignora la noción de objetividad en la ficción y atropella los puntos de vista; no pretende mostrar sino demostrar. Cree, como un novelista romántico, que el interés de una novela reside en la originalidad de una historia y no en el tratamiento de esta historia, y por eso es truculento. Lo preocupa, sí, el estilo, pero no en la medida en que se adecúe, dé relieve y vida a su mundo ficticio, no en el sentido de que sea operante y se disuelva en su relato, sino como algo independiente y llamativo, como un valor en sí mismo: por eso es un retórico pertinaz. Estilos frondosos e impresionistas, “poemáticos” en el sentido peyorativo del término, oscurecidos de provincialismos en los diálogos, y amanerados y casticistas en las descripciones, logran lo contrario que ambicionaban sus autores: no plasmar en la ficción lo real en su “estado bruto”, sino la artificialidad, la irrealidad. Los temas suelen ser tremendistas, pero su desarrollo y realización esquemáticos, porque la caracterización de los personajes es superficial, y el análisis psicológico está hecho con brocha gorda. Los conflictos son arquetípicos: reseñan la lucha del bien y del mal, de la justicia y la injusticia, enfrentando personajes que encarnan rígidamente estas nociones y constituyen abstracciones o estereotipos, no seres de carne y hueso. Esta visión maniquea de la vida es también epidérmica: se queda en la exterioridad, los dramas no son interiorizados ni modelan las conciencias, no aparecen las motivaciones íntimas de la conducta humana, la dimensión secreta de la vida. El espacio en que se asientan es el de la geografía y el de las relaciones sociales y éstas no están regidas por leyes históricas sino por un sino fatídico. Por eso, a pesar de que usan y abusan de las supersticiones y prácticas mágicas indígenas, las novelas primitivas carecen de misterio: hay en ellas algo que es a la vez forzado y previsible. Rústica y bien intencionada, sana y gárrula, la novela primitiva es de todos modos la primera que con justicia puede ser llamada originaria de América Latina (aunque literariamente esto no signifique gran cosa). Es también la primera que se traduce en el extranjero, e, incluso, entusiasma a críticos que deciden que la novela latinoamericana sólo debe ser eso: cuando lean a los nuevos novelistas los acusarán de traición por omitir el folclore, o de atrevimiento por experimentar con la forma como un novelista europeo o norteamericano.
La novela de creación no es posterior a la novela primitiva. Apareció discretamente cuando ésta se hallaba en pleno apogeo, y desde entonces ambas coexisten, como los rascacielos y las tribus, la miseria y la opulencia, en América Latina. Algunos estiman que nació con dos neuróticos curiosos: el uruguayo Horacio Quiroga y el argentino Roberto Arlt. Pero lo interesante en el primero son algunos relatos morbosos de horror naturalista, no sus novelas, y las del segundo, que describe un Buenos Aires de pesadilla, están escritas de prisa y defectuosamente construidas. Más justo es fijar el nacimiento en 1939, cuando aparece El pozo, la primera novela del uruguayo Juan Carlos Onetti. Este pesimista tenaz (y se diría justificado: las editoriales que lo publican quiebran, sus manuscritos se pierden, sus libros no se venden, incluso hoy muchos críticos lo ignoran) es quizá, cronológicamente, el primer novelista de América Latina que en una serie de obras —las más importantes son La vida breve (1950), El astillero (1961) y Juntacadáveres (1964)— crea un mundo riguroso y coherente, que importa por sí mismo y no por el material informativo que contiene, asequible a lectores de cualquier lugar y de cualquier lengua, porque los asuntos que expresa han adquirido, en virtud de un lenguaje y una técnica funcionales, una dimensión universal. No se trata de un mundo artificial, pero sus raíces son humanas antes que americanas, y consiste, como toda creación novelesca durable, en la objetivación de una subjetividad (la novela primitiva era lo contrario: subjetivaba la realidad objetiva que quería transmitir). Nada de color, nada de pintoresco en este mundo: una deprimente grisura empaña a los hombres y al paisaje del imaginario puerto de Santa María, donde ocurren la mayoría de las historias de frustración y de rencor, de maldad y de remordimiento, de incomunicación existencial de las novelas de Onetti. Pero los mediocres malsanos y las apáticas mujeres de Santa María, y la ruindad espiritual de esta tierra sin esperanza, comunican, por la angustiosa energía de la prosa que los nombra —una prosa densa y deletérea, de frases abisales con reminiscencias faulknerianas—, algo que todos los fuegos anecdóticos de la novela primitiva no consiguieron: una impresión de vida contagiosa y auténtica.
La novela deja de ser “latinoamericana”, se libera de esa servidumbre. Ya no sirve a la realidad, ahora se sirve de la realidad. A diferencia de lo que pasaba con los primitivos, no hay un denominador común ni de asuntos ni de estilos ni de procedimientos entre los nuevos novelistas: su semejanza es su diversidad. Éstos ya no se esfuerzan por expresar “una” realidad, sino visiones y obsesiones personales: “su” realidad. Pero los mundos que crean sus ficciones, y que valen ante todo por sí solos, son, también, versiones, calas a diferentes niveles, representaciones (psicológicas, fantásticas o míticas) de América Latina. Algunos, incluso como el mexicano Juan Rulfo, el brasileño João Guimarães Rosa o el peruano José María Arguedas en Los ríos profundos (1959), utilizan los mismos tópicos de la novela primitiva: pero en ellos estos motivos ya no son fines sino medios literarios, experiencias que su imaginación renueva y objetiva a través de la palabra. Con sólo dos breves libros impecables, una colección de cuentos, El llano en llamas (1953), y una novela, Pedro Páramo (1955), Rulfo ejecuta el indigenismo verboso y exterior. Su prosa ceñida, que no reproduce sino recrea sutilmente el habla popular de la región de Jalisco (la que le presta también los recuerdos infantiles, los nombres y los símbolos que constituyen sus fuentes de trabajo), erige un pequeño universo sin tiempo, de violencia y poesía, de aventura y tragedia, de superstición y fantasmas, que es, al mismo tiempo que mito literario, una radiografía del alma mexicana.
Aparentemente toda la novela primitiva está allí: color local, fauna regional, ambiente campesino. En realidad, todo ha cambiado: el paisaje de Comala, ciudad de los muertos o alegoría del infierno, no es un decorado sino un estado de ánimo, una clave en el diseño interior de los personajes, algo que emana de ellos y los define, una proyección de su espíritu. En la novela primitiva, la naturaleza no sólo aniquilaba al hombre: también lo generaba. Ahora es al revés: el eje de la ficción ha rotado de la naturaleza al hombre, y son los tormentos de éste, de cuando en cuando sus alegrías, lo que Rulfo encarna en sus bandoleros harapientos y sus mujeres pasivas e indoblegables. También Guimarães Rosa, en su única novela, Grande sertão: veredas (1956), parece un costumbrista si se lo lee sin cuidado. Pero ese tormentoso monólogo del ex yagunzo Riobaldo, que, convertido en hacendado, evoca su vida de bandido en los desiertos de Minas Gerais tiene, como una valija de contrabandista, triple fondo. Sus peripecias son las de una novela de aventuras y están condimentadas de exotismo, suspenso, brutalidad y hasta de revelaciones melodramáticas: un rufián resulta ser, al final del libro, una delicada mujer. Y la cuidadosa reseña de la flora, la fauna y el gran corso humano del sertão corresponde a la de una novela primitiva. ¿Pero es esta sucesión de anécdotas lo primordial de la novela, o es esa realidad que constituye en sí mismo el monólogo de Riobaldo, ese río sonoro e imaginativo en el que las palabras han sido manipuladas, organizadas de tal modo que ya no aluden a otra realidad que a la que ellas mismas van creando en el curso avasallador del relato? La palabra en Grande sertão: veredas, como en Paradiso de Lezama Lima, es una presencia tan impetuosa que significa un espectáculo fonético aparte. Pero, novela de acción o torre de Babel, esta ficción podría ser también un manual de satanismo. Una presencia recurrente en la novela es el demonio, con quien Riobaldo cree haber hecho un pacto, una noche de tempestad, en una encrucijada de caminos, y esa sombra luciferina que recorre como un estremecimiento toda la novela, la dota de una atmósfera extraña y enigmática, de significados oscuros, en los que algunos ven una meditación sobre el mal, un discurso metafísico. Esta novela sería, según ellos, algo así como un templo masónico atestado de símbolos. La ambigüedad (nota distintiva de lo humano que la novela primitiva ignoró) caracteriza también a Los ríos profundos, que narra el drama de un niño desgarrado, como su autor, como el Perú, por una doble lealtad a dos mundos que guerrean en él sin integrarse. Hijo de blancos, criado entre indios, vuelto al mundo de los blancos, el narrador de la novela es un testigo privilegiado para evocar la oposición de ese anverso y reverso de su ser. Aunque el más apegado, entre los nuevos, a los patrones de la novela primitiva, Arguedas no incurre en sus defectos más obvios porque no intenta fotografiar al mundo indio (que él conoce profundamente): quiere instalar al lector en su intimidad. Los indios abstractos del indigenismo se convierten en Arguedas en seres reales, gracias a un estilo que reconstituye, en español y dentro de perspectivas occidentales, las intuiciones y devociones más entrañables del mundo quechua, sus raíces mágicas, su animismo colectivo, la filosofía entre resignada y heroica que le ha dado fuerzas para sobrevivir a siglos de injusticia.
Se ha dicho que el paso de la novela primitiva a la nueva novela es una mudanza del campo a la ciudad: aquélla sería rural y ésta urbana. Esto no es exacto, como se ve por los ejemplos anteriores; sería más justo decir que la mudanza fue de los elementos naturales al hombre. Pero es verdad que entre los nuevos escritores hay apasionados descriptores (es decir, inventores, recreadores, intérpretes) de ciudades. La primera novela de Carlos Fuentes, La región más transparente (1948), es un mural, hirviente, populoso, de la ciudad de México, una tentativa para captar en una ficción todos los estratos de esa pirámide, desde la base indígena con sus ritos ceremoniales y su idolatría emboscada tras el culto católico, hasta la cúspide oligárquica, cosmopolita y esnob, que calca sus apetitos, modas y disfuerzos de Nueva York y de París. Para trazar esa biografía de una ciudad, Fuentes recurre a todo el arsenal de técnicas de la novela contemporánea, desde el simultaneísmo a lo Dos Passos hasta el monólogo interior joyceano y el poema en prosa. Esta vocación experimental se atenúa en su segunda novela, Las buenas conciencias (1954), historia de una crisis moral de un joven burgués de Guanajuato contada a la manera tradicional, pero renace en La muerte de Artemio Cruz (1962), que admirablemente concilia fantasía y observación, inquietud social y aventura formal, testimonio y creación. El libro es una patética indagación sobre el destino de un país: ¿qué es México, por qué ha llegado a ser lo que es? La lenta agonía de un caudillo de la revolución, que vivió la gesta, la esperanza y la anarquía de las guerras civiles, y luego el gradual anquilosamiento de la nueva sociedad, es el hilo conductor de esta averiguación: los dramas del héroe y del país se entrelazan en una maraña de episodios cronológicos discontinuos, armados con técnicas de composición diversas, que reviven ese pasado y despliegan ante el lector los tipos humanos, las clases sociales con sus frustraciones, sus mitologías y sus pugnas, y los momentos históricos culminantes del mosaico mexicano. De estructura compleja, elaborada con procedimientos tan vastos y versátiles como su rica materia, escrita en una prosa fecunda y vital que alcanza su temperatura mejor en la evocación de ambientes populares o en las reminiscencias revolucionarias, La muerte de Artemio Cruz consigue un equilibrio eficaz entre compromiso social y vocación artística.
En las novelas posteriores de Fuentes, los temas sociales y políticos quedan desplazados por temas más intelectuales. Aura (1962) es la historia de una posesión diabólica, y Zona sagrada (1966) un análisis de la relación histérica entre una estrella cinematográfica embalsamada por la celebridad y su hijo, sobre el que aquélla ejerce una fascinación destructiva. Que los personajes sean mexicanos es adjetivo; al autor ya no le interesan los seres humanos sino la parodia que hacen de ellos ciertas situaciones de la vida moderna, las máscaras que adoptan los fetiches animados de la sociedad de consumo, las precarias poses que son sus relaciones. Esta preocupación es la materia prima de Cambio de piel (1967), libro que, como el mítico catoblepas de La tentación de San Antonio, se devora a sí mismo: personajes como fuegos fatuos que son y no son, que se doblan y desdoblan ante los ojos de un narrador que mueve los hilos de este juego cínico, en el que, desde un presente anclado en Cholula, se recuerdan o inventan mil atmósferas, mil situaciones, mil temas, rozándolos todos y sin mellar la superficie de ninguno, en un gran happening que es una parábola sobre la futilidad y las imágenes vanas de una civilización.
Se ha dicho que otro rasgo distintivo de la nueva novela es la importancia que tienen en ella los temas fantásticos y que éstos incluso prevalecen sobre los realistas. La afirmación parece suponer que los llamados “temas fantásticos” no representan la realidad, que pertenecen a lo irreal. ¿Son menos reales, menos humanos, el sueño y la fantasía, que los actos y los seres verificables por la experiencia? Sería mejor decir que en los nuevos autores la concepción de la realidad es más ancha que en la novela primitiva, pues abraza no sólo lo que los hombres hacen, sino también lo que sueñan o inventan. Todos los temas son reales si el novelista es capaz de dotarlos de vida, y todos irreales, aun la referencia a la más trivial de las experiencias humanas, si el escritor carece de ese poder de persuasión del que depende la verdad o la mentira de una ficción. Entre los nuevos tal vez el único que pueda ser llamado con entera propiedad escritor fantástico es el argentino Jorge Luis Borges, que ha escrito cuentos, poemas y ensayos, no novelas. Pero hay una serie de novelistas que constituyen un caso particular, pues sus obras hunden sus raíces al mismo tiempo en esas dos dimensiones de lo humano: lo imaginario y lo vivido. Entre ellos, el argentino Julio Cortázar, los cubanos Lezama Lima y Alejo Carpentier, y el colombiano García Márquez.
Hasta la aparición de la más importante de sus novelas, Rayuela (1963), la obra de Cortázar fue alternativamente realista y fantástica, pero esas dos direcciones no la escindieron en dos escrituras. La voz autobiográfica del boxeador de ‘Torito’, la voz intelectual del jazzman de ‘El Perseguidor’ es la misma voz transparente que cuenta cómo un hombre se convierte en una bestiecilla acuática en ‘Axolotl’ y describe en ‘Las ménades’ un concierto que se transforma en holocausto. Esta unidad se debe a un estilo que viene de la lengua oral (a la que trasciende por la poesía y el humor), un estilo tendido como un puente sobre el abismo que existe todavía en español entre lengua hablada y escrita. Esas dos direcciones se reúnen en Rayuela, donde las fronteras entre lo real y lo imaginario no existen. Pero esos dos mundos no se mezclan, coexisten en la novela sin que pueda señalarse la línea que los separa. Instalado a veces en la vida cotidiana, sumido a veces en la maravilla, el lector no sabe en qué momento franquea el límite, nunca tiene la sensación del tránsito. Todo consiste en cambios ligerísimos en el movimiento respiratorio de la narración, en imperceptibles alteraciones de sus ritmos y leyes. El argumento está situado en París y en Buenos Aires, pero los episodios no se suceden ni subordinan. Son, diríamos, soberanos, y los enlaza un personaje, Oliveira, hipnotizado por la inautenticidad de la vida moderna. Sus actos y sus sueños son una maniática búsqueda de las razones de esta inautenticidad. En París lleva a cabo su exploración a un nivel intelectual, con parias como él, agrupados en el Club de la Serpiente, y en Buenos Aires, con seres más integrados al sistema social. En Rayuela, la materia narrativa es un orden abierto, con muchas puertas que pueden ser de entrada o de salida, según lo decida el lector. Hay dos maneras de leer el libro: una “tradicional”(en este caso la novela comprende sólo la mitad de sus páginas), y otra, que se inicia en el capítulo setenta y tres y avanza en zigzag, según instrucciones del autor. Estas dos lecturas posibles (no únicas) dan origen a libros distintos. Porque, además del autor y del lector, hay un tercer hombre cuya contribución es tan decisiva como inesperada para la realización cabal de la novela. Ocupa toda la tercera parte y se llama la cultura. Allí ha reunido Cortázar una serie de textos ajenos que figuran como capítulos de pleno derecho, pues confrontados a estos poemas, citas, recortes de diario, los episodios cambian de perspectiva y aun de contenido. La cultura en su más amplia acepción aparece asimilada de este modo a la creación, como un elemento dinámico que actúa desde el seno de lo narrado. Rayuela es, sin duda, una de las obras de estructura más original entre las novelas contemporáneas.
José Lezama Lima, en cambio, no tiene ninguna pericia técnica; Paradiso (1966), su única novela, está construida con recursos de folletín. Su grandeza es lingüística. Se trata de una tentativa imposible: describir, en sus vastos lineamientos y en sus detalles recónditos, un universo fraguado por una imaginación alucinada. Lezama se reclama inventor de un “sistema poético” del mundo (cuyas claves, la metáfora y la imagen, son, según Lezama, las herramientas que tiene el hombre para comprender la historia y la naturaleza, vencer a la muerte y salvarse) y Paradiso quiere ser la demostración hecha fábula de este sistema. Es, en realidad, la creación de un insólito mundo verbal. El argumento está construido en torno a José Cemí, desde que éste es aún niño hasta que, veinte años más tarde, completada la formación de su sensibilidad, va a entrar al mundo a ejercer su vocación artística. Pero lo notable del libro no es el aprendizaje de este artista adolescente (la vida familiar de Cemí, su descubrimiento del paisaje cubano, sus discusiones literarias, sus llameantes experiencias homosexuales) sino la perspectiva desde la cual estos hechos son narrados. El libro no se sitúa en la realidad exterior de los actos ni en la interior de los pensamientos, sino en un orden sensorial, en el que hechos y reflexiones se disuelven y confunden, formando extrañas entidades, huidizas formas cambiantes llenas de colores, músicas, sabores y olores, hasta ser borrosos y hasta ininteligibles. La vida de Cemí y de quienes lo rodean es una cascada de sensaciones que nos es comunicada mediante metáforas. Las sensaciones visuales predominan, y esa prosa que describe la realidad por sus valores plásticos acaba por devorar a la anécdota, como el color en un cuadro de Turner. En este universo sensorial, de monstruos consagrados a la voluptuosa tarea de sentir seres, objetos, sensaciones, son siempre pretextos, referencias que ponen al lector en contacto con otros seres, otras sensaciones y objetos, que a su vez remiten a otros, en un juego de espejos inquietante y abrumador, hasta que de ese modo surge la sustancia inapresable que es el elemento en el que vive José Cemí, su fascinante “paraíso”. La novela de Lezama resucita una función que la ficción de nuestros días ha eludido y que fue el designio mayor de la novela clásica: la revelación de zonas inéditas de realidad.
El mundo de Carpentier no es sensorial, pese a que el único sentimiento vivo en él es, tal vez, el amor a las cosas, a esa materia inerte que describe en una prosa trabajada y morosa, sino mítico. Está levantado entre lo real y lo fabuloso y Carpentier ha encontrado una buena fórmula para definir su naturaleza dúplice: “realismo mágico”. Su primera novela (ahora él la desdeña), Ecué-Yamba-O (1933), está más cerca de la novela primitiva que de la novela de creación; documenta el paganismo hechicero de la población negra cubana y denuncia la penetración imperialista en su país. Pero cuando dieciséis años más tarde aparece El reino de este mundo (1949), el folclorista se ha vuelto un esteta, el testigo político un alquimista que transforma en mitos los hechos verídicos que desentierra del pasado antillano, el observador social un artífice que juega con el tiempo y recrea la geografía lujuriosa del Caribe en barrocos retablos de palabras. La revuelta de esclavos, la presencia napoleónica y la sangrienta dictadura de Henri Christophe en Haití que esta novela sintetiza en una visión bíblica, así como la búsqueda del paraíso terrenal que protagoniza el musicólogo de Los pasos perdidos (1953), que abandona la civilización para remontar el Orinoco en un viaje a lo primitivo que es también un viaje en el tiempo, la historia del perseguido durante la dictadura terrorista de Machado en Cuba elaborada en El acoso como una pieza musical, y la crónica legendaria de las repercusiones de la Revolución francesa en el Caribe en El siglo de las luces (1962), son las distintas fases de una sola alegoría sobre la originalidad americana, los argumentos de una tesis: la realidad poética surrealista, producto en Europa de la imaginación y el subconsciente, sería en América realidad objetiva. Nacida del choque de la razón europea y el sentimiento mágico de la vida del aborigen, que la venida del africano enriqueció con ritmos y cultos nuevos, en esta realidad original americana conviven, como en Los pasos perdidos, todas las edades históricas, todas las razas, todos los climas y paisajes. En ella, como en el relato ‘Viaje a la semilla’(1958), el tiempo ha sido invertido o abolido. ¿Es históricamente justa esta interpretación? En todo caso, su formulación literaria es válida: exprese o no la personalidad inconfundible de América, el mundo de Carpentier tiene una verdad intrínseca que es el resultado de su maciza arquitectura, la coherencia interna de sus elementos y la refinada elegancia de su dicción.
García Márquez es también el constructor de un mundo, pero en él no hay la premeditación intelectual ni el laborioso trabajo del estilo de un Carpentier: la exuberancia de su imaginación es espontánea y su prosa es sobre todo eficaz. Sus libros son una crónica de Macondo, una tierra inventada. La hojarasca, su primera novela (1955), describía este mundo como pura subjetividad, a través de los monólogos torturados de unos personajes sonámbulos. Macondo era todavía una patria mental, una proyección de la conciencia culpable del hombre. El coronel no tiene quien le escriba (1961) añade a este espíritu un paisaje y una tradición en los que reaparecen ciertos motivos del costumbrismo (el gallo de lidia, por ejemplo), pero utilizados no como valores “locales” sino como símbolos de frustración. En Los funerales de la Mamá Grande (1962) y La mala hora (1962), Macondo adquiere una nueva dimensión: la mágica. Además de ser un recinto dominado por el mal, los zancudos, la violencia y el calor, es escenario de sucesos extraordinarios: llueven pájaros del cielo, hay ceremonias de hechicería en sus viviendas, la muerte de una anciana atrae al lugar a monarcas y celebridades, el Judío Errante aparece ambulando en sus calles. Pero el gran enriquecimiento de Macondo ocurre en Cien años de soledad (1967). La prosa matemática de los libros anteriores se convierte en un estilo volcánico capaz de comunicar el movimiento y la gracia a las más audaces criaturas de la imaginación. En esta historia de los cien años de vida de Macondo, la fantasía galopa desbocada, delineando en el espacio y en el tiempo la silueta de Macondo, en muchos niveles de realidad: el individual y el colectivo, el legendario y el histórico, las fronteras de lo posible y lo imposible han desaparecido: en Macondo la desmesura es la norma, el milagro es tan veraz como la guerra y el hambre. Hay alfombras voladoras, imanes gigantes que al pasar por la calle arrebatan las ollas y las sartenes de las casas, galones varados en la selva, mujeres que levitan, y un héroe caballeresco que promueve treinta y dos guerras, tiene diecisiete hijos varones en diecisiete mujeres distintas, escapa a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento, y muere apacible y nonagenario fabricando pescaditos de oro. Pero Macondo no es un castillo en el aire: la maravilla es sólo una de sus caras. Porque incluso en su perfil visionario, esta ficción está aludiendo (mediante transfiguraciones y espejismos) a una realidad muy concreta. El paisaje de Macondo reproduce (no, recrea) toda la naturaleza de América, y los dramas de ésta se refractan en su historia como los colores en un espectro. Un olor a plantaciones de banano infesta el aire del lugar y atrae a aventureros primero, luego a monopolios extranjeros. No todo es magia y fiesta erótica en la vida de Macondo: un fragor de hostilidades entre poderosos y miserables resuena tras esas llamaradas y estalla a veces en orgía de sangre, como durante la matanza de ferrocarrileros. Y además, en los desfiladeros y páramos de las sierras, hay esos ejércitos que se buscan y se diezman, como ocurrió (ocurre todavía) en Colombia. Violencia y fantasía son las notas exteriores de Macondo; la nota interior es el desamparo moral. La bíblica tribu de los Buendía se reproduce y extiende en un espacio y tiempo condenados. Sus blasones ostentan una mancha: la soledad. Los Buendía luchan, aman, se juegan enteros en empresas descabelladas. El resultado es siempre la infelicidad. Todos, tarde o temprano, son burlados y vencidos, desde el fundador de Macondo, que nunca encuentra el camino del mar, hasta el último Buendía, que desaparece con el pueblo cuando iba a descubrir el secreto de la sabiduría. Ocurre que en Macondo, donde todo es posible, no existe la alegría, no hay solidaridad entre los hombres. Una tristeza empaña todos los actos, un sentimiento de inminente catástrofe ronda toda su historia. Leyes secretas regulan la vida en esta tierra de las maravillas: nadie es libre. Incluso en sus bacanales, cuando estupran como conejos y comen y beben pantagruélicamente, los Buendía no gozan ni se encuentran a sí mismos. Esa representación simbólica, empleando los recursos más estrictos de la ficción, del desamparo moral, de la alineación del hombre en América Latina, es tal vez el mérito más alto de esta novela. Como cualquiera de los Buendía, los hombres nacen hoy en América Latina condenados a vivir en soledad y a engendrar hijos con colas de cerdo, es decir, seres de vida inhumana e irrisoria sometidos a un destino que no fue elegido por ellos.
La novela de García Márquez, como las anteriores que esta nota menciona (y una docena más que hubiera sido preciso reseñar), revelan una fecundidad original y ambiciosa que delata un momento de apogeo en la narrativa latinoamericana. En estos tiempos en que la novela europea y norteamericana agoniza entre herméticas acrobacias formalistas y una monótona conformidad con la tradición, conviene alegrarse. No tanto por América Latina, pues la salud de una narrativa suele significar una crisis profunda de la realidad que la inspira, sino, más bien, por la vida de la novela.
Londres, 1968.
‘Novela primitiva y novela de creación en América Latina’, The Times Literary Supplement, Londres, 14 de noviembre de 1968. [Bajo el título ‘Primitives and creators’]. Ercilla, n.º 1761, Santiago, 18-25 de marzo de 1969. [Bajo el título ‘Novela hispanoamericana: de la herejía a la coronación’].
Recogido ahora en El fuego de la imaginación. Libros, escenarios, pantallas y museos, Mario Vargas Llosa. Alfaguara, 2022. 792 páginas, 26,90 euros.