En este artículo queremos incidir en este tema señalando los factores descoordinadores del estado y como sólo la anarquía de los mercados es capaz de coordinar cambios tan sustanciales como los requeridos para un proceso de las dimensiones de este. Lo que estamos apuntando parece en principio contra intuitivo, pues estamos entrenados a ver al estado como un factor de orden y de organización y sin ellos no se podría pretender que los procesos sociales tuviesen un correcto desempeño. Nada más equivocado, pues como bien sabemos los austríacos, los mercados son los únicos capaces de coordinar con precisión los procesos de producción y consumo, mientras que los estados en su pretensión de racionalizar la vida social la hunden en el caos, como demuestra la experiencia de las supuestamente racionales economías socialistas.
Cualquiera que haya leído el texto Yo el lápiz de Leonard Read sabe a qué nos estamos refiriendo. El proceso de construir un lápiz de principio a fin requiere de centenares de millones de personas y de miles de procesos productivos y, sin embargo, y sin que nadie lo planifique, por la modesta suma de cincuenta céntimos, tenemos al lado de nuestra casa un lápiz de excelente calidad. Por otro lado, en la guerra de Ucrania, el paradigma de lo que es el orden estatal, un ejército al estilo del ruso, vemos cómo no es capaz de mantener una logística adecuada y falla estrepitosamente en conseguir sus objetivos precisamente por pretender ser tan ordenado. Un curioso libro, Elogio del desorden de Eric Abrahamson, nos ilustra sobre muchas de estas paradojas de la complejidad, el orden y el desorden.
Una vez establecido esto podemos pasar al análisis de los problemas que derivan de querer planear una transición energética con el objetivo declarado de reducir la emisión de gases de efecto invernadero con la pretensión de frenar el calentamiento climático global. En este trabajo no se pretende cuestionar las conclusiones de las instituciones como el IPCC (panel internacional sobre el cambio climático) sobre la evolución del clima, a pesar de que sabemos que existen críticas bien elaboradas por científicos que, cunado menos, cuentan con credenciales similares a las de los que defienden la postura oficial. Simplemente entendiendo que no estoy capacitado técnicamente para dilucidar cuál de las posturas en debate está más fundamentada y, por lo tanto, a la hora de establecer el debate, parto de que la postura oficial es la correcta, y que, en consecuencia, es necesario afrontar de una forma u otra el problema. Mi análisis se centrará entonces en el análisis económico y político de las medidas llevadas a cabo para afrontar el problema, área en la que si me siento calificado para opinar con cierto fundamento. Pero me gustaría señalar que es curioso que muchos científicos naturales niegan la calificación a los profanos para opinar en asuntos técnicos, mientras que ellos no dudan en proponer propuestas de política pública para las que se puede percibir fácilmente que ni entienden en su complejidad ni cuentan con una comprensión económica o política para opinar más allá de lugares comunes.
Antes de analizar las políticas emprendidas me gustaría señalar que casi nunca se proponen soluciones de mercado para afrontar el problema del clima y que esta cuando menos deberían ser discutidas. Entiendo que una sociedad sin intervención estatal podría afrontar los problemas del cambio climático no sólo igual, sino mejor que una en la que se regulen las conductas mediante planes o políticas públicas de obligado cumplimiento. Sólo sería necesaria una cosa: que los ciudadanos sean perfectamente conscientes del problema y estén decididos a afrontarlo bien para salvar su propia existencia o la de sus hijos. De ser la población, o cuando menos una parte sustancial de la misma, consciente, los mecanismos de mercado comenzarían a operar a través de la demanda de medios de producción de energía o de transporte, con menos emisión de gas invernadero, al tiempo que se desecharían aquellos más contaminantes. Basta con que la gente esté dispuesta a reducir su consumo o a buscar alternativas limpias y lo esté en serio, esto es, poniendo su dinero allí donde dicen que debe hacerse, para que el ingenio capitalista comience a desarrollar a medio plazo todo tipo de soluciones imaginativas para afrontar tal problemática.
Se nos podrá decir que la gente no estaría dispuesta a actuar de tal manera y que dada su irresponsabilidad o falta de conocimiento no se podría delegar en ella tal tipo de decisiones. Pero esta actitud sólo mostraría que la gente dice estar convencida de la necesidad de la transición, pero que en realidad no le preocupa en exceso. Esto es, la gente no estaría aún convencida del todo de la gravedad del asunto y que en su escala de preocupaciones este problema sería secundario a respecto de otros problemas, incluso aparentemente menores, y que no estaría dispuesta a pagar para afrontarlos. Por ejemplo, se dice que una subida de los carburantes fósiles como la gasolina o el gasoil no sería popular en este momento de inflación y que, por tanto, los gobiernos, que en otros sitios proponen ambiciosas transiciones, deciden subvencionarlos o reducir sus tributos. Pero lo único que reconocen es que piensan que la gente aún no está lo suficientemente concienciada y que no entenderían la medida, por lo que indirectamente están diciendo que no existe ningún consenso social real al respecto, a pesar de que en sus discursos lo presumen.
En cualquier caso, vamos a presuponer que esto es un fallo de comunicación de los gobiernos y vamos a suponer (sólo a efectos de argumentación, claro está) que se establece como necesaria la intervención y se procede a llevarla a cabo. Nuestro argumento será, en la línea de la teoría austríaca del intervencionismo, que sea o no necesaria una intervención estatal de estas características no sólo no podrá llevarse a cabo, sino que será contraproducente. Y todo ello por problemas de coordinación y cálculo económico.
En primer lugar, una intervención de este tipo requerirá de coordinación de políticas energéticas y medioambientales a nivel global para alcanzar un mínimo de eficacia en la consecución de estos fines. Los fenómenos climáticos son globales y requieren de una coordinación a nivel mundial, o cuando menos de los principales emisores, para poder establecer unos umbrales mínimos. Dado que el orden internacional es anárquico y no existe ninguna entidad mundial con capacidad de obligar a su cumplimiento, este acuerdo sólo podrá darse de mutuo acuerdo y con la exclusión de la comunidad internacional, sea en el ámbito político, sea en el económico, de la nación incumplidora. Esto es, sólo se pueden usar las formas de sanción típicas de una sociedad anarquista.
Existen acuerdos internacionales en el que se reparten las cuotas de emisión y los objetivos a cumplir, pero el problema reside que en los muy frecuentes casos en que no se respeta lo pactado, como ocurre con China u otras potencias, nadie ejecuta las exclusiones o sanciones comerciales debidas. Por lo tanto, también podemos decir que no sólo se ignora por algunos países la sanción, sino que esta actitud es práctica general ente todas las naciones, y de ser así que la importancia real que estas potencias otorgan a la cuestión climática, más allá dela retórica, es muy poca. Casi nadie está dispuesta a perder mercados contantes y sonantes en nombre del clima, más allá de declaraciones retóricas y catastrofistas. Este comportamiento egoísta de las potencias involucradas mostraría para algunos autores la necesidad de una suerte de gobierno mundial dirigido por la ONU para garantizar el cumplimiento de estos acuerdos. Raro es el tratado sobre gobernanza global que no ponga al calentamiento global, junto con las pandemias, como algunos de los problemas sociales que justifican la necesidad de tal forma de gobierno. Pero de momento, y esperemos que por mucho tiempo, tal gobierno global aún no existe y la implementación de las medidas encaminadas a mitigar el calentamiento global aún quedan al albur de los gobiernos estatales.
Pero esta fragmentación a la hora de poner en marcha medidas de transición energética contra el calentamiento global da lugar no sólo a una descoordinación espacial en las mismas, sino también a una temporal. Cada país cuenta con un mix energético propio, derivado de sus condiciones físicas o de su situación geográfica. Existen países como Islandia con gran capacidad geotérmica derivada del calor de sus volcanes, otros como Noruega con gran capacidad de generación hidráulica, otros ricos en viento o sol y otros ricos en petróleo o gas natural que cuentan con una gran capacidad de generación eléctrica derivada de estos hidrocarburos. Otros, como Francia, optaron en su momento por energías derivadas de la fisión del átomo y emiten, por consiguiente, muchos menos gases de efecto invernadero que sus vecinos.
Todo eso implica que la receptividad a las políticas de descarbonización va a ser muy diferente entre los distintos pueblos que habitan la tierra. Algunos estarán encantados de las políticas de transición, pues no sólo ya cumplen con los objetivos, sino que cuentan con energía “limpia” que exportar y con desarrollos tecnológicos adecuados a tal fin. Otros, en cambio, tendrán que optar de querer llevar a cabo la descarbonización por energías no sólo más caras, sino de las que no disponen en este momento. Todo ello sin contar que tendrían que prescindir de las plantas generadoras de electricidad de que disponen en este momento y sustituirlas por otras más “verdes” pero mucho más caras de instalar y alimentar de combustible. Para muchos implica también renunciar a combustibles como el carbón, el petróleo del que disponen en abundancia y a un precio razonable para sustituirlo por energías no sólo intermitentes sino caras e insuficientes.
Por si no fuera poco, adoptar estas nuevas energías les haría perder competitividad en los mercados mundiales y pondría en grave riesgo tanto a su industria como a las personas que en ella están empleadas. Como es obvio, estos países no están dispuestos a llevar a cabo esta transición, o cuando menos a retrasarla ad calendas grecas, y así lo han manifestado los dirigentes de China, Indonesia, India o Pakistán, que se cuentan entre los mayores emisores del mundo. La consecuencia es que si los mayores emisores globales (no per cápita, sino de forma global) no colaboran todos los esfuerzos, que en los países más concienciados, que suelen ser los occidentales, no valen literalmente de nada, dado que como antes apuntamos lo que cuenta son las emisiones globales no las regionales y aquellas no han dejado de aumentar, eso si a un ritmo más lento, en los últimos años. También llama la atención que estos países menos colaboradores sean aquellos que según los informes científicos más se van a ver afectados por los cambios en el clima. Por algún motivo misterioso parece no preocuparles lo mismo que a los más desarrollados, el bienestar del planeta. El hecho es que o hay coordinación temporal entre las distintas naciones o la lucha por el clima no servirá de gran cosa, salvo para satisfacer la conciencia de los más preocupados a coste de arruinar la competitividad de su industria.
Aún quedan otros problemas de coordinación por anlizar pero quedarán para el año que viene.
Feliz Navidad a todos.