Por Robert Higgs
Dado que el amor y el miedo difícilmente pueden existir juntos, si debemos elegir entre ellos, es mucho más seguro ser temido que amado. - Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, 1513
Todos los animales experimentan miedo, los seres humanos quizás más que ningún otro. A cualquier animal incapaz de temer le hubiese resultado difícil sobrevivir, sin importar su tamaño, velocidad u otros atributos. El miedo nos alerta de los peligros que amenazan nuestro bienestar y a veces nuestras vidas. Sintiendo miedo, respondemos huyendo, escondiéndonos o preparándonos para evitar el peligro.
Ignorar el miedo es ponernos ante un posible peligro mortal. Incluso el hombre que actúa heroicamente en el campo de batalla, si es honesto, admite que siente miedo. Decirle a las personas que no tengan miedo es darles un consejo que no pueden aceptar. Nuestra evolucionada estructura fisiológica nos dispone a temer todo tipo de amenazas reales y potenciales, incluso aquellas que tan solo existen en nuestra imaginación.
Los individuos que tienen el descaro de gobernarnos, que se llaman a sí mismos nuestro gobierno, comprenden esta realidad básica de la naturaleza humana. La explotan y la cultivan. Ya sea que preparen un Estado beligerante o un Estado de bienestar, dependen de él para asegurar la sumisión popular, el cumplimiento de los dictados oficiales y, en algunas ocasiones, la cooperación afirmativa con las iniciativas y aventuras del Estado. Sin el miedo popular, ningún gobierno podría durar más de veinticuatro horas. David Hume enseñó que todo gobierno descansa en la opinión pública, pero esa opinión, sostengo, no es la base del gobierno. La opinión pública en sí misma descansa en algo más profundo: el miedo. [1]
La historia natural del miedo
Hace miles de años, cuando los primeros gobiernos se estaban aferrando a la gente, se basaban principalmente en la guerra y la conquista. Como observa Henry Hazlitt ([1976] 1994),
Puede que haya habido en algún lugar, como soñaban algunos filósofos del siglo XVIII, un grupo de hombres pacíficos que se reunieron una noche después del trabajo y redactaron un Contrato Social para formar el Estado. Pero nadie ha sido capaz de encontrar un registro real de ello. Prácticamente todos los gobiernos cuyos orígenes se han establecido históricamente fueron el resultado de la conquista, de una tribu por otra, de una ciudad por otra, de un pueblo por otro. Por supuesto que ha habido convenciones constitucionales, pero éstas simplemente modificaron las reglas de funcionamiento de los gobiernos ya existentes.
Los perdedores que no resultaban asesinados en la propia conquista tenían que soportar la consiguiente violación y pillaje y, a la larga, consentir el continuo pago de tributos a los insistentes gobernantes, los bandidos sedentarios, como acertadamente los llama Mancur Olson (2000, 6-9). La gente subyugada, por buenas razones, temía por sus vidas. Se les ofrecía la opción de perder su riqueza o perder sus vidas, y tendieron a optar por el sacrificio de su riqueza. De ahí surgieron los impuestos, que se tributaban de diversas maneras en bienes, servicios o dinero (Nock [1935] 1973, 19-22; Nock se basa y da crédito a la investigación histórica pionera de Ludwig Gumplowicz y Franz Oppenheimer).
El pueblo conquistado, sin embargo, naturalmente resiente el gobierno que se les impone y los tributos y otros insultos que aquel les profiere. Tales personas resentidas se tornan fácilmente ariscas; si se presenta una oportunidad prometedora para deshacerse del dominio del opresor, pueden aprovecharla. Sin embargo, aunque no se rebelen ni ofrezcan abiertamente resistencia, se esfuerzan en silencio por evitar las exacciones de sus mandatarios y por sabotear su aparato de gobierno. Como observa Maquiavelo, el conquistador "que no maneje bien esta cuestión, pronto perderá lo que ha ganado, y mientras lo retenga encontrará en él un sinfín de problemas e incordios " ([1513] 1992, 5). Para los bandidos sedentarios, la fuerza por sí sola demuestra ser un recurso muy costoso para mantener el ánimo de la gente a efectos de generar un flujo sustancial y constante de tributos.
Por lo tanto, tarde o temprano, cada gobierno aumenta el poder de su espada con la fuerza de su sacerdocio, forjando una unión de hierro entre el trono y el altar. En la antigüedad, no era infrecuente que los gobernantes fueran declarados dioses, los faraones del antiguo Egipto hicieron esta afirmación durante muchos siglos. Ahora a los súbditos puede hacérseles temer no sólo la fuerza superior del gobernante, sino también sus poderes sobrenaturales. Además, si la gente cree que existe una vida después de la muerte, donde el dolor y las penas de esta vida pueden ser eliminados, los sacerdotes detentan una posición privilegiada al prescribir el tipo de comportamiento en el aquí y ahora que mejor sirva a los intereses de uno a fin de asegurar una situación bienaventurada en la vida venidera. Refiriéndose a la Iglesia Católica de su época, Maquiavelo toma nota del "poder espiritual que por sí mismo confiere una autoridad tan poderosa" ([1513] 1992, 7), y alaba a Fernando de Aragón, quien, "siempre cubriéndose con el manto de la religión, ... recurrió a lo que puede llamarse crueldad piadosa" (59, énfasis en el original). [2] Naturalmente, los guerreros y los sacerdotes, si no son uno solo, casi de manera invariable se tornan partes cooperantes en el aparato gubernamental. En la Europa medieval, por ejemplo, el hermano menor de un barón podía esperar convertirse en obispo.
De esta manera, el elemento guerrero del gobierno hace temer al pueblo por su vida, y el elemento sacerdotal hace temer por sus almas eternas. Estos dos miedos conforman un poderoso compuesto, suficiente para apuntalar gobiernos en todo el planeta durante varios milenios.
A lo largo de los años, los gobiernos refinaron sus apelaciones a los miedos populares, fomentando una ideología que enfatiza la vulnerabilidad de la gente a una variedad de peligros internos y externos respecto de cuales se dice que los gobernantes - ¡de todo el pueblo! - son sus protectores. El gobierno, se afirma, protege a la población de los atacantes externos y de los desórdenes internos, siendo ambos presentados como amenazas permanentes. A veces el gobierno, como si tratara de fortificar la mitología con granos de verdad, protege a la gente de esta manera, incluso el pastor protege a sus ovejas, pero lo hace para servir a sus propios intereses, no a los de ellas, y cuando llega el momento, las esquilará o las sacrificará según le dicten sus intereses [3]. Cuando el gobierno falla en proteger al pueblo tal como prometió, siempre tiene una buena excusa, a menudo culpando a algún elemento de la población - chivos expiatorios como comerciantes, prestamistas y minorías étnicas o religiosas impopulares. "Ningún príncipe, nos asegura Maquiavelo, "ha estado jamás confundido por razones plausibles para ocultar una violación de la fe" ([1513] 1992, 46).
Las razones religiosas para la sumisión a los dioses gobernantes se transformaron gradualmente en nociones de nacionalismo y deber popular, culminando eventualmente en la curiosa idea de que bajo un sistema democrático de gobierno, la propia gente es el gobierno y, por lo tanto, lo que se le exija hacer, lo hace realmente para ella misma -como tuvo la desfachatez de declarar Woodrow Wilson cuando en 1917 proclamó el servicio militar respaldado por severas sanciones penales, "no se trata en absoluto de un reclutamiento de los que no están dispuestos: es, en cambio, la elección de una nación que se ha ofrecido en masa como voluntaria" (cit. en Palmer 1931, 216-17).
Poco después de que el dogma democrático se hubiera afianzado, surgieron coaliciones organizadas de las masas de electores y se unieron a las élites para saquear el tesoro público y, como consecuencia de ello, a finales del siglo XIX empezó a cobrar forma el llamado Estado de bienestar. Desde entonces, se le dijo a la gente que el gobierno puede y debería protegerlos de todo tipo de amenazas cotidianas a sus vidas, medios de vida y bienestar general, como la indigencia, el hambre, la discapacidad, el desempleo, la enfermedad, la falta de ingresos en la vejez, los gérmenes en el agua, las toxinas en los alimentos y los insultos a su raza, sexo, ascendencia, credo, etc. Respecto de casi todo lo que la gente temía, el gobierno se mantuvo entonces preparado para evitarlo. Así, el Estado de bienestar ancló su razón de ser en la sólida roca del miedo. Los gobiernos, que habían explotado los miedos populares a la violencia con tanto éxito desde tiempos inmemoriales (prometiendo "seguridad nacional"), no tuvieron dificultades en cimentar estas nuevas piedras (que prometen "seguridad social") en sus pilares de mando.
La política económica del miedo
El miedo, como cualquier otro recurso "productivo", está sujeto a las leyes de la producción. Por lo tanto, no puede escapar a la ley de la productividad marginal decreciente: a medida que se añaden sucesivas dosis de alarmismo al proceso de "producción" gubernamental, disminuye el clamor público incremental por la protección gubernamental. La primera vez que el gobierno da una alarma, el público se asusta; la segunda vez, un poco menos; la tercera vez, aún menos. Si el gobierno juega demasiado la carta del miedo, sobrecarga la sensibilidad del público, y eventualmente la gente descarta casi por completo los intentos del gobierno de asustarlos aún más.
Tras haber sido advertida en los años setenta respecto del catastrófico enfriamiento mundial (véase, por ejemplo, The Cooling World 1975), y poco después sobre el catastrófico calentamiento mundial, la población puede cansarse de atender las advertencias del gobierno sobre las terribles consecuencias de los supuestos cambios climáticos mundiales, a menos, claro está, que el gobierno adopte medidas estrictas para obligar a la población a hacer lo que "debe" hacerse para evitar el desastre previsto.
Recientemente, el ex zar de la Seguridad Nacional, Tom Ridge, reveló que otros funcionarios del gobierno lo habían desautorizado cuando quiso abstenerse de elevar el nivel de amenaza codificado por colores a naranja, o a un riesgo "alto" de ataque terrorista, en respuesta a amenazas altamente improbables. "Hay que emplear esa herramienta de comunicación con mucha moderación", comentó Ridge astutamente (citado por Hall 2005).
El miedo es un activo que se está depreciando. Como observa Maquiavelo, "el temperamento de la multitud es voluble, y ... aunque es fácil persuadirlos de una cosa, es difícil mantenerlos con esa persuasión" ([1513 1992, 14). A menos que la amenaza anunciada se materialice, el pueblo llega a dudar de su sustancia. El gobierno debe compensar la depreciación invirtiendo en el mantenimiento, la modernización y la sustitución de su stock de capital del miedo. Por ejemplo, durante la Guerra Fría, el sentimiento general de temor a los soviéticos tendió a disiparse a menos que se lo restableciera mediante periódicas crisis, muchas de las cuales adoptaron la forma de "brechas" anunciadas oficialmente o filtradas entre las capacidades militares estadounidenses y soviéticas: brecha en la potencia de los efectivos, brecha en los bombarderos, brecha en los misiles, brecha en los antimisiles, brecha en los misiles de ataque inmediato, brecha en el gasto de defensa, brecha en el peso de los lanzamientos termonucleares, y así sucesivamente (Higgs 1994, 301-02). [4] Últimamente, una sucesión de advertencias oficiales sobre posibles formas de ataque terrorista a la nación ha servido para el mismo propósito: mantener a la gente "vigilante", es decir, dispuesta a verter enormes cantidades de su dinero en los barriles presupuestarios sin fondo de la "defensa" y la "seguridad nacional" del gobierno (Higgs 2003b).
Este mismo factor ayuda a explicar el redoble de los temores que lanzan los medios de comunicación: además de servir a sus propios intereses de captar una audiencia, compran un seguro contra el castigo gubernamental al seguirle la corriente a cualquier programa de alarmismo que el gobierno esté llevando a cabo en la actualidad. Cualquiera que vea, por caso, los programas de noticias de la CNN puede atestiguar que rara vez pasa un día sin que se anuncie una amenaza terrible previamente insospechada, lo denomino el danger du jour.
Al mantener a la población en un estado artificialmente elevado de aprensión, el gobierno y los medios de comunicación preparan el terreno para plantar medidas específicas de tributos, regulaciones, vigilancia, información y otras invasiones a la riqueza, privacidad y libertades de las personas. Dejada en paz durante un tiempo y aliviada de este incesante bombardeo de advertencias, la gente pronto comprenderá que casi ninguna de las amenazas anunciadas tiene sustancia y que puede manejar bastante bien sus propios asuntos sin la reglamentación relacionada con la seguridad y la extorción impositiva que el gobierno trata de justificar.
Gran parte del gobierno y del sector "privado" participan en la producción y distribución del miedo. (Cuidado: muchas de las personas del sector aparentemente privado son en realidad una especie de mercenarios que viven, en última instancia, a expensas de los contribuyentes. El verdadero empleo gubernamental es mucho mayor que el que se informa oficialmente [Light 1999; Higgs 2005a].) Los contratistas de defensa, por supuesto, se han dedicado durante mucho tiempo a avivar los temores de los enemigos grandes y pequeños de todo el mundo que supuestamente tratan de aplastar nuestro modo de vida a la primera oportunidad. Los anuncios televisivos de Boeing que se muestran a menudo, por ejemplo, nos aseguran que la empresa está contribuyendo poderosamente a proteger "nuestra libertad". Si crees eso, tengo un brillante trozo de hardware inútil de la Guerra Fría para venderte. Los medios de comunicación y de entretenimiento se suben al carro del alarmismo de la amenaza extranjera-cualquier cosa para llamar la atención del público.
También, consultores de todos los tamaños y formas se suben a bordo, facilitando la distribución de miles de millones de dólares a proveedores políticamente favorecidos de "estudios" falsos que dan lugar a gruesos informes, la mayor parte de los cuales no son más que relleno inútil replanteando el problema y especulando acerca de cómo uno podría concebir ir descubriendo soluciones viables. Todos estos informes coinciden, sin embargo, en que se avecina una crisis y que deben efectuarse más estudios de este tipo como preparación para afrontarla. De ahí una especie de Ley de Say de la política económica de crisis: la oferta (de estudios financiados por el gobierno) crea su propia demanda (de estudios financiados por el gobierno).
En verdad, los gobiernos encargan estudios cuando se conforman con el status quo pero desean extender cheques por cuantiosos montos a sus favoritos políticos, compinches y antiguos socios que ahora pretenden ser "consultores". Al mismo tiempo, de esta manera, el gobierno le demuestra a la opinión pública que está "haciendo algo" para evitar la inminente crisis X.
En todo momento, los oportunistas se aferran a los miedos existentes y se esfuerzan por inventar otros nuevos para emplumar sus propios nidos. Así, los maestros y directivos de escuelas públicas están de acuerdo en que la nación enfrenta una "crisis educativa". Los departamentos de policía y los cruzados de la templanza insisten en que la nación se enfrenta a una generalizada "crisis de drogas" o, a veces, a una crisis de una droga específica, como "una epidemia de consumo de crack". Los intereses de la salud pública fomentan el temor a las "epidemias" que en realidad no consisten en la propagación de patógenos contagiosos sino en la falta de control personal y de la propia responsabilidad, como la "epidemia de obesidad" o la "epidemia de homicidios juveniles". Mediante esta táctica, una serie de pecadillos personales se ha medicalizado y ha sido consignada al "Estado terapéutico" (Nolan 1998, Szasz 2001, Higgs 1999).
De esta manera, los temores de la gente de que sus hijos se conviertan en drogadictos o maten a tiros a un compañero de clase se convierten en la muela del molino gubernamental, un molino que puede moler lentamente, pero al menos lo hace a un costo inmenso, ya que cada dólar va a parar al bolsillo de algún afortunado receptor (un psiquiatra, un trabajador social, una enfermera de salud pública, un juez del tribunal de drogas; la lista es casi interminable). De esta manera, y de muchas otras, los particulares se vuelven cómplices del mantenimiento de un vasto aparato gubernamental alimentado por el miedo.
El miedo funciona mejor en tiempos de guerra
Incluso los monarcas absolutos pueden aburrirse. El ejercicio de un gran poder puede tornarse tedioso y los agobiantes subyugados siempre están perturbando su serenidad con preguntas acerca de los detalles; las víctimas siempre están pidiendo clemencia, perdones o exenciones a sus normas. En tiempos de guerra, sin embargo, los gobernantes cobran vida. Nada iguala a la guerra como una oportunidad para la grandeza y la aclamación pública, como todos esos líderes comprenden (Higgs 1997). Condenados a pasar su tiempo ocupando altos cargos en tiempos de paz, en el mejor de los casos se encuentran necesariamente condenados a pasar a la historia como mediocres.
Sin embargo, tras el estallido de la guerra, la euforia de la hora se extiende por todo el aparato gubernamental. Los oficiales del ejército que habían languidecido durante años con el rango de capitán pueden ahora anticiparse a convertirse en coroneles. Los jefes de departamento que habían supervisado un centenar de subordinados con un presupuesto de 1 millón de dólares pueden esperar supervisar a mil con un presupuesto de 20 millones de dólares. Nuevas y poderosas agencias de control deben ser creadas y dotadas de personal. Nuevas instalaciones deben ser construidas, amuebladas y operadas. Los políticos que se encontraban congelados en una parálisis partidista pueden ahora esperar que el torrente de dinero que brota del tesoro público engrase las ruedas para hacer pergeñar enormes acuerdos legislativos inimaginables en el pasado. Dondequiera que el gobierno dirija su mirada, la escena rebosa de energía, poder y dinero. Para aquellos cuyas manos dirigen la maquinaria de un gobierno en guerra, la vida nunca ha sido mejor.
No sorprende entonces que John T. Flynn (1948), al escribir sobre los atestados burócratas en la Segunda Guerra Mundial, titulase su capítulo "Los años más felices de sus vidas":
Incluso antes de la guerra, el país se había convertido en el paraíso de los burócratas. Pero con el inicio del esfuerzo bélico los burócratas proliferaron y pululaban sobre la tierra como una plaga de langostas. ... El lugar [Washington, D.C.] se llenó de profesorcitos recién salidos de sus trabajos de 2.500 dólares al año, ahora estimulados por salarios de cinco, seis y siete mil dólares y grandes porciones de la economía estadounidense descansando en sus regazos. (310, 315)
Una repentina dilatación burocrática a tal escala sólo puede ocurrir cuando la nación va a la guerra y el público relaja su resistencia a las exacciones del gobierno. Los legisladores saben que ahora pueden salirse con la suya gravando a la gente con alícuotas enormemente elevadas, racionando los bienes, asignando las materias primas, los servicios de transporte y el crédito, autorizando préstamos gigantescos, reclutando hombres y, en general, ejerciendo mucho más poder del que ejercían antes de la guerra.
Aunque la gente puede quejarse y lamentarse de específicas medidas que los burócratas toman para llevar a cabo la movilización en tiempos de guerra, pocos se atreven a resistir abiertamente o incluso a criticar públicamente la movilización general o el ingreso del gobierno en la guerra, ya que al hacerlo se expondrían no sólo a las represalias legales y extralegales del gobierno, sino también a la reprimenda y al ostracismo de sus amigos, vecinos y socios comerciales. Como se solía decir en las conversaciones durante la Segunda Guerra Mundial, "¿No sabes que hay una guerra en curso?" (Lingeman 1970).
En virtud de que durante la guerra la opinión pública teme por el bienestar de la nación, tal vez incluso por su propia supervivencia, la gente cede su riqueza, privacidad y libertades al gobierno mucho más fácilmente de lo que lo harían en otras circunstancias. Por lo tanto, el gobierno y sus contratistas privados hacen su agosto. Un gran número de oportunistas se unen a la fiesta, cada uno de los cuales afirma estar desempeñando algún "servicio bélico esencial", sin importar lo lejos que estén sus asuntos de contribuir directamente al programa militar. Utilizando el miedo popular para justificar sus depredaciones, el gobierno reclama grandes extensiones de la economía y la sociedad. Los impuestos, los préstamos, los gastos y los controles directos gubernamentales se dilatan, mientras que los derechos individuales se reducen a la insignificancia. ¿Qué importancia tiene una pequeña persona cuando toda la nación está en peligro?
Finalmente, por supuesto, toda guerra termina, pero cada una deja legados que persisten, a veces de manera permanente. En los Estados Unidos, la Guerra entre los Estados y las dos guerras mundiales dejaron una multitud de tales legados (Hummel 1996, Higgs 1987, 2004). Asimismo, como escribe Corey Robin (2004, 25), "un día, la guerra contra el terrorismo llegará a su fin. Todas las guerras terminan. Y cuando lo haga, nos encontraremos todavía viviendo con miedo: no al terrorismo o al Islam radical, sino a los gobernantes domésticos que el temor nos ha dejado". Entre otras cosas, encontraremos que "varios organismos de seguridad que operan en interés de la seguridad nacional han aprovechado su poder coercitivo para atacar a los disidentes que no representan una amenaza de terrorismo creíble" (189). No por casualidad, "el FBI ha puesto en la mira al movimiento antibélico de los Estados Unidos para un examen especialmente minucioso" (189).
Estos objetivos no son una sorpresa, porque la guerra es, en la clásica frase de Randolph Bourne, "la salud del estado", y el FBI es una agencia esencial para proteger y mejorar la salud del gobierno de los Estados Unidos. A lo largo de los años, el FBI también ha hecho mucho para promover el miedo entre la población estadounidense, más notoriamente tal vez en sus operaciones COINTELPRO durante la década de 1960, pero también de muchas otras maneras (Linfield 1990, 59-60, 71, 99-102, 123-28, 134-39). Tampoco ha trabajado solo en estos esfuerzos. De arriba a abajo, el gobierno desea que tengamos miedo, necesita que tengamos miedo, invierte mucho en hacernos tener miedo.
Conclusión
Si alguna vez dejásemos de temer al propio gobierno y nos deshiciéramos de los falsos temores que ha fomentado, el gobierno se marchitaría y moriría, y desaparecería el portador de las decenas de millones de parásitos en los Estados Unidos -para no mencionar el vasto número de aquellos en el resto del mundo- que ahora se alimentan directa e indirectamente de la riqueza y las energías del público. En ese glorioso día, todos los que han estado viviendo a expensas del público tendrán que conseguirse un trabajo honesto, y el resto de nosotros, reconociendo al gobierno como el falso dios que siempre ha sido, podríamos dedicarnos a apaciguar los temores que nos quedan de formas más productivas y moralmente defendibles.
Referencias
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Notas
[1] Hume reconoce que las opiniones que apoyan al gobierno reciben su fuerza de "otros principios", entre los que incluye el miedo, pero juzga que estos otros principios son "los secundarios, no los principios originales del gobierno" ([1777] 1987, 34). Escribe: "Ningún hombre tendría motivos para temer la furia de un tirano, si no tuviera autoridad sobre ninguno sino por el temor" (ibíd., énfasis en el original). Podemos aceptar la declaración de Hume, pero sostenemos que la autoridad del gobierno sobre la gran masa de sus súbditos descansa fundamentalmente en el miedo. Toda ideología que dote al gobierno de legitimidad requiere y está infundida por algún tipo de miedo. Este miedo no tiene por qué ser miedo al propio gobierno y, de hecho, puede ser miedo al peligro del que el tirano pretende proteger al pueblo.
[2] Naturalmente, uno se pregunta si el Presidente George W. Bush ha tomado una página del libro de Ferdinand (véase, en particular, Higgs 2003a y, para aspectos adicionales, Higgs 2005b).
[3] Olson (2000, 9-10) describe en términos sencillos por qué el bandido sedentario puede encontrar de interés invertir en bienes públicos (cuyos mejores ejemplos son la defensa del reino y "la ley y el orden") que mejoren la productividad de sus súbditos. En resumen, el gobernante lo hace cuando el valor actual de los ingresos fiscales adicionales previstos que podrá recaudar de una población más productiva excede el costo actual de la inversión que hace a la gente más productiva. Véase también la interpretación de Bates (2001, 56-69, 102), que sostiene que en Europa occidental los reyes concertaron tratos con los comerciantes y los burgueses, intercambiando privilegios y "libertades" mercantilistas por ingresos fiscales, con el fin de dominar a las dinastías rurales crónicamente beligerantes y, de ese modo, pacificar el campo. Desafortunadamente, como reconoce Bates, los reyes procuraron este aumento de ingresos con el propósito de llevar a cabo guerras cada vez más costosas contra otros reyes y contra oponentes internos. Así, sus planes de "pacificación", en su mayor parte, sirvieron para financiar sus luchas, dejando el efecto neto sobre el bienestar general de la sociedad muy en duda. Tanto Olson como Bates argumentan en líneas similares a las desarrolladas por Douglass C. North en una serie de libros publicados en los últimos cuatro decenios; véase especialmente North y Thomas 1973, y North 1981 y 1990.
[4] Una de las líneas más memorables y reveladoras del clásico film de la Guerra Fría Dr. Strangelove tiene lugar cuando el presidente y sus jefes militares, enfrentándose a la inevitable devastación nuclear de la tierra, idean un plan para refugiar un remanente de estadounidenses durante miles de años en profundos pozos mineros, y el General "Buck" Turgidson, todavía obsesionado con una posible ventaja rusa, declara: "¡Sr. Presidente, no debemos permitir una brecha en el pozo minero!"
Traducido por Gabriel Gasave
Robert Higgs es Asociado Senior Retirado en economía política, editor fundador y ex editor general de The Independent Review