Nos centraremos especialmente en el caso de la transición en la movilidad, esto es pasar de usar transporte movido por carburantes fósiles a otros movidos por electricidad u otra forma de alimentación que no emita gases de efecto invernadero, como el CO2. También abordaremos problemas análogos referidos a la falta de coordinación a la hora de transitar del uso de una a otra fuente de energía.
Lo primero que debemos tener en cuenta a la hora de pretender usar transportes movidos por electricidad es, como es obvio, comprobar si disponemos o no de electricidad suficiente para mover con la misma capacidad de carga y prestaciones una flota de vehículos equivalente a la de que disponemos en la actualidad. Y esto por lo que parece no está claro que se haya aún conseguido o que se pueda conseguir en un plazo breve de tiempo. Desde el verano de 2022, los gobernantes han advertido de la necesidad de reducir sustancialmente el consumo eléctrico de la población, debido a la posible escasez derivada de la intermitencia en la producción de la misma, por una insuficiente producción de electricidad de origen renovable y también por la escasez de gas ocasionada por la guerra de Ucrania. Asunto, en el caso español, agravado por la casi ruptura de relaciones comerciales con Argelia.
No casa eso muy bien con la idea de crear un parque automovilístico de millones de autos eléctricos. Si ya sin ellos hay problema, no sabemos lo que podría pasar con un parque altamente electrificado en caso de existir algún problema de insuficiente generación de energía. Habría que determinar que tipo de consumo tendría prioridad en este caso, como en Suiza que ya decretó que en ese caso los autos eléctricos tendrían prohibida la recarga.
A la hora de coordinar factores, tampoco parece existir la previsión de que hacer en caso de algún cataclismo natural, como un huracán o un terremoto, y una subsiguiente evacuación masiva en el caso de no haber generación. Circunstancias más comunes, como una típica operación salida de vacaciones, puede transformarse en algo complicado de querer recargar millones de autos a la vez. Y no sólo por falta de energía, sino por el tiempo empleado en la recarga, que por rápida que sea no puede igualar a los tres o cuatro minutos que implica tal recarga en un auto de combustión. Cualquier matemático que sepa algo de teoría de colas entenderá a que me refiero.
Al igual que cuando se instauró el llamado comunismo de guerra en la vieja Unión Soviética hubo problemas de coordinación entre los bienes producidos y sus bienes complementarios, mucho me temo que en este caso, obviamente con una gravedad mucho menor, se pueden dar problemas análogos. No basta con poder producir la cantidad necesaria de autos electrificados en el breve plazo marcado por las directivas europeas (ago, por otro lado, difícil como veremos más adelante), sino que es necesario desarrollar en paralelo los bienes necesarios para que estos puedan operar.
Para ello es necesario generar de la energía suficiente, y ello incluye la capacidad de adaptarse a los picos de consumo. O sea que debe ser, casi por fuerza, producida en un sistema capaz de modular la generación para adaptarla a las condiciones de la demanda en cada momento. Pero además es necesaria, por ejemplo, una infraestructura de recarga, a poder ser rápida como los supercargadores de una conocida marca, de tal forma que no nos eternicemos a la hora de “repostar” electricidad.
Esto puede implicar en algunos casos cambiar por completo el cableado de algunas zonas que no disponen aún de la red de la que ya disponen parcialmente algunas grandes ciudades. La red eléctrica de los distintos países europeos es desigual y precisa de adaptación a la recarga rápida en muchos territorios de Europa; algo relevante si nos queremos desplazar en un auto eléctrico más allá de las grandes urbes o a otro país, algo que ahora podemos hacer sin gran problema.
Todo ello sin contar con la necesidad de adaptar la red doméstica o sobre todo la de los grandes edificios y comunidades de vecinos. Obviamente que se puede hacer y de triunfar la opción del auto recargable seguro se hará, pero lleva tiempo y recursos hacerlo y, como vimos en otro artículo, tendrá que ser lentamente adaptado a la demanda. Recordemos que la transición de la tracción animal y del ferrocarril a los transportes de combustión interna llevó decenios y aún no está completada en muchas partes del mundo. Quizás acostumbrados a la relativamente rápida transición en otros ámbitos como el de la telefonía móvil o el internet, los gobernantes pensaron que esta también podría hacerse de forma veloz y sin gran coste, sólo con un par de directivas y un poco de concienciación.
Se olvidaron de que esas transiciones fueron mayormente sin plazo y en un entorno de relativo mercado libre y casi sin imposición legal. Y sobre todo porque las nuevas tecnologías eran percibidas como mejores por la mayoría de los consumidores, algo que de momento no se ve.
Otro aspecto no considerado a la hora de decretar la transición a la movilidad eléctrica es el de la necesidad de cambiar el mix energético antes de proceder al cambio. El cambio de movilidad se justifica básicamente en la necesidad de reducir emisiones de gases de invernadero como el CO₂, algo que se lograría con el uso de automóviles de cero emisiones como los eléctricos o los de hidrógeno verde (estos últimos aún por desarrollar comercialmente). Pero no se habla de las emisiones originadas en el proceso de generar la electricidad necesaria para cargarlos.
Si la generación de electricidad es neutra en gases, como ocurre por ejemplo en Noruega, el proceso de transición cumplirá sus objetivos de descarbonizar. Si, al contraio, la generación requiere del uso de carbón, fuel o gas, como en el caso de China, bien pudiera suceder que el auto eléctrico contaminase más que un auto de combustión de nueva generación y no serviría de nada la adaptación a la nueva tecnología. En otros casos, como el español, dependería de la forma de generación de cada día concreto para poder dilucidar si se da o no la reducción de emisiones. La transición al auto electrificado requerirá, pues, una coordinación previa con la transición a la producción de energía eléctrica para todos los usos, algo que por lo que se vé aún no está conseguido.
Es más, en este último año se está produciendo en Europa cierta regresión hacia formas más contaminantes de generación debido a las tensiones derivadas de la guerra de Ucrania, lo que a corto plazo bien pudiese conseguir que el esfuerzo sea en vano. Si a ello le sumamos el coste en CO₂ de achatarrar millones de vehículos y el de producir otros tantos millones de autos nuevo, algo que rara vez se considera, el beneficio para el planeta a corto plazo y, dada la urgencia de la necesidad del cambio, no parece que pueda ser muy grande.
A estos problemas de descoordinación hay que sumar otros dos. El primero es el de la falta de capacidad a día de hoy de suministro de los materiales necesarios para llevar a cabo una transición de tales dimensiones. Autores no precisamente muy próximos a ideas anarcocapitalistas, como Antonio Turiel o Alicia Valero, han expuesto en libros muy bien documentados la dificultad, por no decir imposibilidad, de extraer recursos naturales (litio, coltán, cobalto o tierras raras entre otros) en la cantidad necesaria como para poder sostener la transición y mucho menos en un plazo tan corto. Son necesarias nuevas minas, así como logística de transporte y transformación de esos materiales, en cantidades que a corto plazo son muy difíciles de obtener.
Es cierto que los mercados muestran una gran capacidad de adaptación, y muy probablemente con el tiempo podrían encontrar sustitutos o nuevas formas de producción que resolviesen el problema. Pero, como apuntamos, eso no se puede hacer por decreto. Hay que dejar funcionar el mecanismo de los precios y luego ver si es posible o no llevar a cabo la transición. Los mercados no son omnipotentes, puesto implicaría que las personas que los hacen funcionar lo son. De hecho, se abandonan todos los días muchos proyectos económicos por inviables con la tecnología o disposición de recursos disponibles en el momento de diseñarlos y se opta por otras soluciones o por mejorar las ya existentes.
Ahora parece que es posible técnicamente obtener energía a través de la fusión, pero para que esta posibilidad técnica se concrete en artefactos movidos por tal fuente es necesario desarrolar fábricas y proyectos que transformen esa posibilidad en algo concreto. Ya a veces no es rentable o no se puede a corto plazo.
Parece como si los planificadores, normalmente despectivos con las posibilidades de coordinación de los mercados, ahora confiasen en ellos más que los propios defensores del capitalismo de libre mercado. Un ejemplo de esto es la confianza que tienen en que estos componentes y los productos que de ellos derivan, como las baterías eléctricas de automoción, se abaratarán solos por el mero paso del tiempo. Los mercados no funcionan solos; necesitan de empresarios, trabajadores, materias primas y capitales para funcionar. Todo ello en un marco institucional libre de interferencias que no fijen objetivos por la fuerza.
Es previsible que las baterías se abaraten con el tiempo, peor no sabemos ni cuanto ni cómo, pues aún es necesario desarrollar tal industria a gran escala.
Porque, esta es otra, no es previsible que a corto plazo se den todos los beneficios de producción a escala que se dieron en otros sectores al estar a transición limitada de momentos a unas áreas geográficas concretas, Europa y en menor medida otros países occidentales. De no extenderse esta transición al resto de los automovilistas del mundo, algo improbable a corto plazo, los beneficios de escala no se aplicarán en toda su potencialidad, quedando reducida la movilidad eléctrica a un nicho relativamente reducido en el que no compense invertir las cantidades de capital necesarias para conseguir tales efectos. Bien pudiera ser que baterías y otros elementos como repuestos sigan siendo una especie de consumo de lujo para países ricos y, por tanto, no compense producirlos aún de forma barata.
Son estos problemas que cualquier estudioso de las economías planificas, aunque sea a escala reducida, conocen. Pero una vez más vemos como la arrogancia de los planificadores ocasiona más problemas de los que pretende resolver. Volveremos en el futuro a analizar estos temas que son una buena prueba del fracaso de la planificación. Eso sí, espero equivocarme y que estos problemas tratados puedan tener solución.