Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Finalizadas las fiestas de París, ya en Madrid, me encerré en mi casa para leer una vez más El oso de William Faulkner. Es un relato que debo haber leído diez veces o acaso más. De tiempo en tiempo necesito releerlo porque es uno de los más bellos que escribió su autor. No sé si él lo supo nunca, pero todas las selvas y pantanos y desiertos están reunidos en este rincón del Misisipi norteamericano: los desiertos de Arabia, los bosques lujuriosos de la Amazonía, todas las planicies que el ser humano atravesó a sangre y fuego, para construir sus ciudades.
El relato es soberbio, acaso uno de los más logrados que escribió Faulkner. Todos los desiertos y bosques van desapareciendo para que el hombre construya sus ferrocarriles, sus fábricas y sus ciudades. El solitario defensor de ese rincón del Misisipi es Old Ben, un oso magnífico, que se ha cargado ya a buen número de seres humanos y que tiene una cojera que le impide correr pero no pelear y defender ese pedazo de selva que le disputa esa pandilla de pobres diablos, entre los que hay esclavos todavía. El oso muere peleando, defendiendo su selva, como las víboras, en una estampida final, en la que, enloquecido, destroza el bosque que lo cerca. Hasta que cae abatido por esos cazadores, que ya saben beber whisky, pero que no van al colegio todavía, y se prestan los fusiles para cazar. Los personajes de esta historia son en su mayoría chiquillos, y el lector adivina que algunos nombres son apodos: mayor de Spain, Jim de Tennie, el general Compson, y, por supuesto, muy de lejos, el coronel Sartoris. El personaje principal tiene apenas 13 años al comenzar la historia, y varios más al terminarla, cuando, lleno de dignidad, rechaza la herencia que quiere subvencionarlo. Son todos unos pobres diablos, sin duda, tal vez analfabetos, pero están empujados por una fuerza civilizadora, como la que llevó a sus pares a extender las ciudades por el mundo, sin respetar esos enclaves de los que ahora no queda casi nada.
Todas las selvas y desiertos, como digo, están reunidos en este rincón del Misisipi norteamericano. Todos irían desapareciendo para que el ser humano se instalara y construyera ciudades de potentes máquinas como los trenes y los automóviles, y las grandes fábricas en las que trabaja la gente como hormigas. Si pudiera hablar, ¿qué diría Old Ben? Vomitaría tal vez, advirtiendo que los seres humanos terminaron con los bosques y las playas, los pantanos y los ríos, para construir sus hospitales y convirtieron los grandes arenales en carreteras.
El cuento, que se titula simplemente El oso, nos obliga a pensar, a ver en esos cazadores juveniles a destructores que, movidos por un fuego inextinguible, acaban con todo el mundo natural para construir sus ciudades y fábricas, hasta despojar a la tierra de esos bosques y lagunas donde florecen en libertad los animales más fieros. Lo que ocurre con Old Ben, antes de que muera, es la pérdida de la razón: enloquecido, ataca las cabañas y los árboles, y los perros que lo enfrentan, y, duplicando sus fuerzas, perpetra una matanza inverosímil. Al final muere, y su apartarse de esta vida significa de algún modo la desaparición de esas florestas y lagos donde, antes de que llegaran los humanos, chapoteaban los animales, matándose entre ellos de vez en cuando, por supuesto.
El relato tiene algo de extinción, de un término que tiene que ver con la transición desde un estado de cosas todavía primitivo, pero que iría desapareciendo poco a poco para ser reemplazado por ciudades civilizadas, colegios y cinemas y universidades, donde las personas se educan y aprenden buenos modales. Estas últimas no reconocerían a las que acabaron con Old Ben, y se arriesgaron a perder la vida desafiando al oso, ese solitario que defiende el bosque, el mundo natural, hasta su misma muerte. En adelante, una empresa maderera reemplazará a los altos árboles y a los riachuelos risueños, y a los millares de pájaros e insectos que pululan entre esos árboles. Leído así, El oso parece una protesta contra el mundo civilizado, una defensa del primitivismo más elemental, y, sin embargo, qué injustos somos cuando leemos un cuento tan hermoso. La civilización es un hecho irreversible. Los jóvenes con lecturas son preferibles a esos analfabetos que saben disparar un fusil, pero que no han leído nunca un libro, y que en los trenes se meten al excusado a tomar tragos de whisky. La civilización, pese a los hermosos y retrógrados esfuerzos literarios, es una realidad que se divisa en el fondo del cuento. Los jóvenes bien educados, las mujeres y los hombres de cultura, que gozan en los museos y ven películas, y leen, van alejándose cada vez más de esas fuentes en que transcurrieron las vidas de los ancestros. ¿Qué es preferible? ¿Los mosquitos de esas selvas que tienen a la gente rascándose día y noche y esperando la picadura letal de una boa constrictor, o las ciudades con médicos, enfermeras y hospitales donde se curan las enfermedades y se está bien protegido?
Las páginas de la literatura son tramposas, en ellas no aparecen las serpientes y las plagas que devastan regiones, a las que vendrá luego a suceder la civilizada vida que es la nuestra, y en la que podemos leer historias como El oso sin dejarnos seducir por el salvajismo de ese mundo primitivo en el que el hombre triunfaba y los animales retrocedían y morían sin contemplaciones. El cuento, como ya he mencionado, es la transformación de la naturaleza en entornos modernos, dinamitando los paisajes brutales, y el triunfo de la civilización sobre la barbarie. Una barbarie que tiene sus encantos, desde luego, pero que está llena de peligros. No hay ninguna duda que la civilización es preferible. Pero queda la nostalgia, y eso, en el cuento, está maravillosamente establecido. Es imposible no sentir ternura y devoción con esos paisajes a los que la palabra enriquece y limpia de todo aquello que los seres civilizados rechazan. Cuando uno reconoce los textos de que se sirvió el autor para escribir este libro, da la impresión de que nunca supo Faulkner que escribía una historia que resumía este momento de la civilización humana: su avance frente a la naturaleza.
Todas estas reflexiones me han venido leyendo la historia de Faulkner y sus múltiples imitadores. Es uno de los grandes escritores de novelas del siglo XX, y, probablemente, quien manejaba mejor el inglés, hasta infantilizarlo y retrocederlo a ese estado feral, que es el que narra este relato, cuando los seres humanos dan el salto que, sin saberlo ni adivinarlo, conduciría a los rascacielos que ocultan el sol y nos hunden en la necesidad de recordar aquellos tiempos en que nuestros ancestros fueron conquistando los bosques, los ríos y las montañas, empujados por aquello que no sabían ni siquiera descifrar: la civilización. Eso es lo extraordinario que tiene la literatura: nos hace vivir en el pasado, en lo más primitivo, y nos recuerda de dónde venimos, pues eso fuimos todos, unos analfabetos tan feroces como las boas, a las que siempre derrotamos para construir nuestras ciudades, en las que mal que bien, estamos resguardados por hospitales y médicos, y todas las protecciones de la vida moderna.
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