Por Marcial Gala
Siempre tuvo algo hilarante llamar elecciones a lo que implementó Fidel Castro en Cuba después de 1975, hilarante al estilo de esas obras de Kafka en las que uno se ríe para no llorar. ¿Recuerdan cuando a Gregorio Samsa el padre le lanza una manzana que le da en el lomo de coleóptero? Con esas elecciones, de cierta manera Fidel Castro nos lanzaba, no manzanas –no abundan en el trópico– sino cocos, que se nos clavaban en la espalda mientras nosotros, al igual que el personaje de Kafka, retrocedíamos a la oscuridad para que nadie nos viera.
Nada más cómico que el programa político de esos candidatos, risible porque tal programa no existía, no aparecía por ningún lugar. Lo que estaba escrito debajo de la fotografía de los susodichos era la biografía de cada uno de ellos, biografías tan parecidas que, salvando leves detalles, eran intercambiables: Fulano o Fulana de tal, nacida en el seno de una familia perteneciente al campesinado y a la clase obrera, desde muy temprano se destacó por su sentido del deber y del amor a la patria y por su disposición a cumplir todas las tareas que la revolución le asigne, es miembro del partido comunista de Cuba o de la Unión de la Juventud Comunista de Cuba, el mismo perro pero con diferente collar.
Entre paréntesis, lo del perro es aporte mío. La mayor parte de las veces, las fotografías de los candidatos eran ampliaciones de fotos de carné de identidad, todas en blanco y negro, por lo que la imagen de los aspirantes se diluía y casi era imposible saber quién era quién, ni falta que hacía. Todos eran celosos cumplidores y veladores de la llamada legalidad socialista, legalidad que empezaba con la más completa subordinación a ese partido al que de hecho pertenecían.
Luego llegaba el día de asistencia a las urnas, custodiadas por niños vestidos de uniforme escolar que cuando votabas se llevaban la mano a la frente y en vez de gritar el consabido lema "¡seremos como el Che!", decían con voces plañideras "¡votó!". Esto de usar niños en unas elecciones fue una buena treta de Castro para enternecer conciencias idealistas porque siempre lo remarcaba: en otros países las elecciones las cuidan soldados, acá pioneritos.
Bien pensado, hasta los nenes estaban de más: si la diferencia entre un candidato y otro era casi inexistente, las urnas podían custodiarse solas. Tales elecciones empezaban o empiezan porque nada ha cambiado a las seis de la mañana, con la apertura de los colegios electorales, ni a las 18 horas, cuando cierran.
Sin embargo, cuando los vecinos se demoran en asistir, mandan a los pioneritos, quienes, como en una especie de noche de brujas socialista, tocan a la puerta de los remolones o negados, y les piden que vayan a votar. Porque hasta que no lo hagan, no cerrará el colegio y ellos necesitan regresar a sus casas con sus mamás y papás.
Este sutil método de coacción casi siempre dio resultado pero en los últimos años, la eficacia ha ido menguando hasta el punto de que esta vez las elecciones en Cuba fueron las peores desde que Castro impuso el sistema: 65 por ciento de asistencia según, cifras gubernamentales, las cuales han sido puestas en dudas por muchos observadores en la isla y fuera de ella.
El horno no está para galletitas desde hace rato y el “continuoso”, léase el presidente Miguel Díaz Canel, no tiene la capacidad de convocatoria de Castro, aunque sí pretende lograr convertir los reveses en victoria, una especie de alquimia verbal, que, si a alguien le importara, provocaría infartos en los tanques pensantes del mundo y que junto a "Somos continuidad" y "Patria o Muerte", constituye la base ideológica del actual gobierno cubano.
Convertir los R en V sirve para todo: no hay nada que comer es una victoria, el pueblo se subleva y se tira a las calles es un revés convertido en victoria, el equipo de beisbol pierde la mitad de los juegos que jugó durante el Clásico, el torneo que convocó a los mejores equipos del mundo, y que es, por supuesto, una victoria.
Siguiendo la lógica gubernamental, la zafra azucarera es, cada vez más, una victoria que se renueva año tras año. De ser el principal exportador de azúcar de caña del mundo, Cuba ha pasado a ser importador neto, mientras más grande el revés más grande la victoria. Lo mismo pasa con la tasa de natalidad y el crecimiento poblacional; hace rato que circula el adagio entre los jóvenes de que en Cuba no se puede parir.
Esa realidad, pesada como un bloque de cemento, acompañada con la inmensa tasa de gente que emigra, ha convertido a la isla en un país de viejos, alterando la pirámide poblacional de una manera que tiende a ser irreversible. En fin, otro gran revés, es decir una colosal victoria.
Con estas elecciones pasó ídem: en ellas donde no se elige a nadie con la mínima posibilidad de un liderazgo efectivo, alguien con una propuesta diferente a la fracasada política de tantas décadas, una alternativa a la vieja dirigencia. No se trata, además, de elecciones directas.
En Cuba no se elige al presidente de la república; eso sigue siendo prerrogativa del viejo partido comunista. Las elecciones son, por tanto, un mero y gastado sucedáneo; esta vez, aunque solo haya sido reflejado parcialmente en las estadísticas, la convocatoria de la disidencia “en dictadura no se vota” ha sido un éxito.
El autor nació en Cienfuegos en 1965, vive en Buenos Aires. Es narrador, poeta y arquitecto, autor de "La Catedral de los Negros" (Premio Alejo Carpentier) y "Sentada en su verde limón", además de "Llámenme Casandra", novela ganadora del premio Ñ-Ciudad de Buenos Aires.