Por Claudio Zuchovicki
Qué bueno recibirlos de nuevo en este espacio. En esta ocasión comienzo la nota con una reflexión anónima: “Un primer vaso corresponde a la sed; el segundo, al placer y a la alegría; el tercero, a la insensatez”. “Compañeros”, ya es injustificable tropezar siempre con la misma piedra.
Si hay algo que aprendimos muy bien, tan bien que exportamos ese conocimiento al mundo, es lo que no hay que hacer en materia macroeconómica: los controles compulsivos de precios, la suspensión sorpresiva de las exportaciones, la suba de impuestos en forma irracional, el ataque a la meritocracia, el distribuir lo que no se tiene, el endeudarse sin respaldo, los cepos cambiarios, el modificar los equilibrios entre la oferta y la demanda por caprichos ideológicos del pasado, el elegir socios traicioneros, echarle la culpa a otro, declarar guerras a enemigos abstractos y un larga lista de etcéteras.
Amigos, en todos los países desarrollados del mundo quien maneja la inflación es su Reserva Federal o su Banco Central, no una agencia de control de precios.
La Argentina acaba de postergar sus vencimientos de deuda con el FMI. ¿Resolvió algo? No. Solo ganó tiempo. Si se usa para cumplir lo que dice que acordó con el Fondo, habremos perdido otra oportunidad, ya que prometió no hacer reformas estructurales y, precisamente, hacer esas reformas es lo que realmente hace falta para cambiar de una vez (como dice el gran Marcos Aguinis) y dejar de transitar un tobogán ondulante.
La Argentina necesita cambiar la composición de su gasto público, reformando el costo político. Necesita de una reforma fiscal para que más ciudadanos paguen, pero con una menor carga impositiva (muchos países asiáticos solo exigen dos o tres tributos, no más de 160 como aquí). Necesita una reforma en los contratos de trabajo, ya que claramente con los de hoy, solo se protege a los que tienen trabajo formal, a los que están dentro del sistema. Hoy hay más trabajadores informales que formales.
Como siempre, voy a ejemplificarlo con una linda historia. Se dice que, hace siglos, en un reino de medio oriente había un joven aprendiz de mago que había sido condenado a muerte. Conocedor de los gustos y querencias del Rey, le imploró que demorara su ejecución dos años y que, si en ese lapso le enseñaba a hablar al corcel de su majestad, pedía a cambio el indulto real. Ante el asombro de sus cortesanos, el soberano transigió. Cuando le preguntan al preso cómo pudo hacer semejante pacto (ya que era imposible que cumpliera con su promesa de hacer hablar al caballo), el joven contestó: “En dos años, o me muero yo, o se muere el rey, o quizás hasta aprende a hablar el caballo. ¿Quién sabe? Al menos gané tiempo.”
Esta historia resume una buena parte de los males que hoy nos aquejan. Nuestro “no” plan económico es una suma de medidas de corto plazo con beneficios efímeros, pero con graves y recurrentes secuelas en el largo plazo. En la lucha desesperada por no perder sus puestos de poder, hay dirigentes que están dispuestos a venderle el alma al diablo, y a hacer promesas imposibles de cumplir con tal de ganar tiempo.
Claramente nuestro país tiene muchas probabilidades de dar vuelta su mala gestión macroeconómica. Alcanza con ver las realidades de las naciones vecinas: sus balanzas comerciales, sus equilibrios macro, sus inflaciones, sus posibilidades de financiamiento y sus políticas de inversiones.
En reuniones con empresarios, siempre pregunto: ¿Cómo ven al país? Su respuesta es unánime: ¡Mal! Y luego sigo: ¿Y a ustedes cómo les va? Su respuesta es: Bien, zafando. Es que la micro luce mucho mejor que la macro. Es al país a quien los inversores no le tienen confianza, pero a las empresas sí. Éstas no están endeudadas, son rentables, solo que el Estado, interrumpiendo sus importaciones o sus exportaciones, y con su insaciable determinación de cobrarles impuestos, es el que les pone los palos en la rueda.
Pero no confundamos mejorar las ventas con descapitalización. Escuché muchas veces que siempre con este tipo de gobiernos ganan más dinero. Déjenme decirles que, al mismo tiempo, se están descapitalizando. Al vender sus mercaderías y al costarles cada vez más reponerlas, se hace muy difícil sostener esa recuperación o porque los consumidores no van a poder pagar los incrementos de precios (recesión) o por desabastecimiento de insumos importados, energía o recursos humanos calificados.
Lo mismo le pasa a este tipo de gestiones: reparten reservas de dinero, de infraestructura y de recursos humanos, obtienen beneficios políticos de corto alcance, pero se quedan sin ningún tipo de reservas a largo plazo. Siempre la descapitalización se paga con recesión, que, a su vez, genera más pobreza.
La descapitalización ocurre cuando hay un sistema de altos impuestos, elevados costos operativos, abuso de la contratación de deuda con fuertes intereses o exceso de emisión. Además, falta de inversión en capital e investigación y desarrollo; y, lo que es peor, produce un aumento explosivo de la corrupción e incluso del contrabando, fuga o éxodo de capitales, e incremento de la desigualdad.
En una economía que funciona y crece, los márgenes son pequeños y la eficiencia es la clave, suben los volúmenes de producción y el empleo. Se progresa. En una economía desigual, lo que aumenta son los márgenes de intermediación, baja el volumen de producción y, con ello, el desempleo. Solo muy pocos progresan y el público paga el costo de esa intermediación.
En fin, el aumento de los márgenes, ya sea por inclusión de más intermediarios o por mayor percepción de riesgo, genera un aumento de costos, una pérdida de competitividad, una inconsistencia en la formación de precios. Mientras esto suceda, los mercados serán imperfectos y tendrán ventaja solo aquellos que tengan mucho dinero o pocos escrúpulos.
Pero esto no va a cambiar hasta que duela de tal manera que nos obligue a hacerlo. Algún día, la sociedad que quiere progresar, el sector productivo al que solo lo motiva emprender, va a reaccionar en serio, porque podrá olvidar lo que le prometieron, podrá olvidar lo que le sacaron, pero nunca olvidará el maltrato que le hicieron sentir con esos manejos dictatoriales.
Una historia narrada por George Orwell ocurre en la Granja Manor, una hacienda en Inglaterra que pertenece al señor Jones. Gallinas, palomas, cerdos, perros, caballos, cabras, burros, ovejas y vacas son los personajes principales de la historia.
En la ficción creada por el escritor inglés, los animales hacen densos cuestionamientos sobre política, filosofía e identidad. Se organizan e intentan crear una sociedad utópica luego de hacer duras críticas al hombre, en este caso representado por la figura del señor Jones.
La rebelión en la granja termina muy mal y los que venían a hacer una revolución terminaron haciendo lo mismo o peor de lo que se quejaban. Pero me gustó el fundamento para expresar que algún día el sector productivo y emprendedor va a reaccionar, es ilógico que el que fija las reglas de juego nunca haya emprendido o arriesgado su tiempo o capital, y nunca pague el costo de sus arbitrariedades.
Como se lee en el texto: “El hombre (dirigente) es el único ser que consume sin producir. No da leche, no pone huevos, es demasiado débil para tirar del arado y su velocidad ni siquiera le permite atrapar conejos. Sin embargo, es dueño y señor de todos los animales. Los hace trabajar, les da lo mínimo necesario para mantenerlos y lo demás se lo guarda para él. Nuestro trabajo labora la tierra, nuestro estiércol la abona y, sin embargo, no existe uno de nosotros que posea algo más que su pellejo. Vosotras, vacas, que estáis aquí, ¿cuántos miles de litros de leche habéis dado este último año? ¿Y qué se ha hecho con esa leche que debía servir para criar terneros robustos? Hasta la última gota ha ido a parar al paladar de ellos. Y vosotras, gallinas, ¿cuántos huevos habéis puesto este año y cuántos pollitos han salido de esos huevos? Todo lo demás ha ido a parar al mercado para producir dinero para Jones y su gente”.