Por Loris Zanatta
El Nacional, Caracas
Cuba es una cáscara vacía, un escenario de cartón, un modelo de nada. Es una mentira cultivada por quienes no la padecen: militantes aburridos, intelectuales huérfanos, políticos nostálgicos, jóvenes ignorantes, periodistas incultos. Todos armados con pasaje de regreso, cantan el hit inmortal: que la salud es excelente, que la escuela es gratis, que el deporte es un crack, que iguales y felices, que bueno el mojito, que fresca la langosta. Como los trenes puntuales del fascismo, la plena ocupación del nazismo, el gran salto adelante del maoísmo. Me recuerdan a mi padre de regreso de la Plaza Roja: había visto los misiles nucleares, era feliz como un niño. ¿Los rusos? Como los cubanos: ¿de qué se quejan?
La realidad es prosaica para quienes creen en los cuentos de hadas, los medios siempre son legítimos para quienes se entregan a grandes fines. “Vivirás en el paraíso”, prometió Fidel Castro. ¿Qué serán frente a tamaño horizonte los pelotones de fusilamiento, los campos de reeducación, las asambleas de moral comunista, el racionamiento de por vida, los espías de barrio, los catecismos televisivos?
De nada sirve revelar los secretos a voces a quienes no quieren conocerlos. Explicar que la excelencia sanitaria es para los mandarines del partido y los extranjeros que pagan en dólares; que el cubano medio tiene hospitales sucios y farmacias vacías, que un “regalito” es la práctica para reservar exámenes y saltarse colas. Inútil recordar que la deserción escolar y la mala enseñanza son plagas antiguas, que la educación costó décadas de trabajo “voluntario a la fuerza”, que los dirigentes envían a sus hijos a estudiar en el extranjero.
¿Los salarios? Pocos centavos, inútiles en el mercado negro, el único lleno de mercancías, un oasis de “capitalismo salvaje”. ¿Los alimentos? Siete horas diarias para encontrarlo y cocinarlo, medido por los antropólogos, entre empujones en los mercados y apagones crónicos. ¿El transporte? Así viaja el ganado. ¿La igualdad? Por favor. El carnet del partido o un familiar en el extranjero son ascensores al cielo. Para los demás, el inframundo de la caridad estatal, el ogro filantrópico que lleva la correa.
En 1958 Cuba tenía una renta per cápita igual a la de Italia, más alta que la japonesa, el doble que la española. Importaba los inmigrantes que exporta hoy. Era injusta y estaba mal desarrollada, pero daba esperanzas. Hoy nada de eso. El dinero no trae felicidad, dicen quienes lo tienen.
La culpa es del “bloqueo”, se levanta entonces el coro, del artesano en viaje premio al turista sexual, del tendero enamorado de una amada acorralada por la necesidad al emprendedor atraído por la mansedumbre de la mano de obra. Parece la coartada perfecta, pero es un tiro en el pie. Ningún economista serio se atrevería a sostenerlo. “No podemos siempre culpar al embargo”, decía Fidel. Libres del dominio imperialista y de la explotación capitalista, prometió, dueños de nuestros bienes y de nuestro destino, ¡seremos el país más rico del mundo! Textual. ¿La receta? Profecía marxista y milenarismo cristiano, planificación estatal y cruzada contra la propiedad. ¡Basta de mercado, pecado social! ¡Basta de dinero, estiércol del diablo! Cosechó lo que sembró.
Si no fuera trágica, la historia económica cubana sería cómica, tal es la brecha entre proclamas y resultados, profecías y efectos. Quejarse del embargo, celebrado cuando se promulgó, exhibido como un alarde, desafía el sentido común y el buen gusto, es culpar al espejo en el que escupió. Cuba puede comerciar con quien quiera. El problema es que para comprar necesita dólares, para tener dólares exportar, para exportar producir. Once millones de cubanos en la isla producen poco o nada, a diferencia de los tres millones de expatriados. ¿Estaba mal la receta?
El “bloqueo” no tiene nada que ver con la suerte de Cuba, el autoritarismo del régimen, la miseria que lo asedia, la rabia que estalla. Son todos productos de su cosecha, legados de su historia. ¿Cómo podría ser de otra manera? Si nos quitáramos los lentes coloniales de la guerra fría, veríamos que la revolución cubana fue la revancha del Oriente rural y religioso de la isla sobre el Occidente urbano y secular, la venganza de la herencia hispana contra la modernidad anglosajona. Érase una vez un pueblo puro, dice el libreto, el campesino “nacido en un pesebre como Jesús”, Fidel dixit. Pero su pureza fue manchada por el individualismo liberal y el egoísmo capitalista, frutos envenenados del protestantismo estadounidense, de la ilustración europea. Hasta la redención, el advenimiento del Mesías de barba larga y formación jesuita que liberó al pueblo para llevarlo a la tierra prometida. Una parábola bíblica.
El comunismo castrista encarnaba la utopía del Reino de Dios en la tierra. Un Reino donde el futuro ideal es el regreso al pasado ideal, a un pueblo mítico de paz y armonía, después de la expiación de los pecados y la purificación de la historia. Y como cada uno construye su historia con los materiales de su pasado, es comprensible que reproduzca los rasgos del cristianismo hispano que durante siglos moldearon a Cuba, de la orden sacerdotal y militar de los reyes católicos erosionada por la civilización comercial y laica crecida en la Europa protestante.
Los rasgos del régimen cubano son, adaptados a la época de las masas, los del Imperio español en la época de lo sagrado. El unanimismo, ante todo, la fusión de fe y política. Así como el súbdito de Su Majestad fue, por ser tal, hijo de Santa Madre Iglesia y como junto con los moros la España católica también expulsó a los judíos para obtener la “pureza de sangre”, del mismo modo el régimen cubano exige la unidad de fe política, bajo pena de expulsión o conversión, castigo u ostracismo. La arquitectura del régimen —partido único y unidad de poderes— se basa en esta fusión. Aquí, advirtió Fidel, nunca entrará “la famosa separación de poderes del famoso Montesquieu”. Una de las pocas promesas cumplidas: einvolk, einheimat, einführer.
El segundo rasgo es la jerarquía. Así como la cristiandad hispana, creada a imagen de un organismo vivo, expresaba una jerarquía de funciones, desde la cabeza coronada hasta el más humilde de los súbditos, así el poder fluye en el castrismo de arriba abajo y del centro a la periferia. Un viaje de ida. El régimen franquista, a su vez heredero de ese modelo, se definió como “orgánico, jerárquico y funcional”. Esta es la definición que mejor se adapta al cubano.
El tercer rasgo es el corporativismo. Como las sociedades del antiguo régimen, la cubana es una sociedad de cuerpos. “No se puede vivir por la libre”, sentenció Fidel, “todos debemos ser algo de algo”. De ahí las “organizaciones de masas”, órganos totalitarios de los que nadie escapa, niños y trabajadores, mujeres y artistas, deportistas y empleados. A través de ellas pasan los servicios brindados por el Estado, los únicos permitidos. Evadir es suicidarse, condenarse al aislamiento, mejor inclinar la cabeza y tragar. El nuevo orden de la revolución cubana es una copia de la sociedad estamental del pasado, un orden sin individuos. Excepto porque reemplaza a los privilegios basados en el nacimiento con los privilegios basados en la lealtad al partido. No hace falta decir que la escasa movilidad social depende del conformismo, no del talento, de la obediencia, no de la creatividad.
El cuarto rasgo es el estado ético. Así como la Providencia puso la cruz en manos de los reyes españoles para evangelizar a los paganos y la espada para aplastar la herejía, las “leyes de la historia” muestran al castrismo el camino de la salvación. Y así como aquellos utilizaron el poder del Estado para tan elevado propósito, también lo hace el régimen cubano en cuarteles y hospitales, medios de comunicación y campos deportivos, periódicos y conciertos, lugares apostólicos, herramientas de su catequesis. Especialmente la escuela: la “burguesa”, dijo Fidel, enseña cosas diferentes y confunde mentes; la cubana solo la verdad, la suya. Digno heredero de los estados confesionales, el Estado cubano pontifica y censura, bendice y excomulga.
Finalmente, el último rasgo del régimen: nació anunciando bienestar y prosperidad, terminó celebrando la Santa Pobreza, garantía de inocencia y moralidad del pueblo. El pobre se convirtió así en arquetipo de santidad, el buen salvaje en modelo de buen revolucionario, ideal para justificar los fracasos económicos y para perpetuar su dependencia del régimen: privado de autonomía personal, el pobre es un eterno menor necesitado de su abrazo interesado. El imperativo de luchar contra la riqueza ha vencido al de erradicar la pobreza. Cínico pero coherente.
Si este es el caso, si este es el contexto, ¿qué esperar de la ola de protestas? Estrictamente hablando, nada, ya que nada es más estático que un orden totalitario, más conservador que un régimen revolucionario. Mientras las democracias zigzaguean entre crisis y recuperaciones, errores y correcciones, las revoluciones son irreversibles, como dice la Constitución cubana. ¡No se abandona el paraíso! ¡No se reforma una Iglesia! Y si sucede, se llama cisma. Por eso Fidel no toleraba que se hablara de “transición”, por eso Díaz-Canel amenaza muerte y violencia: “Tendrán que pasar sobre nuestro cadáver”. No hubo crisis que el régimen no metabolizara. ¿Por qué deberían caer aquellos que poseen todos los recursos del poder? ¿Quién puede causar su colapso?
Sin embargo, se respira un aire nuevo. Menos miedo y más determinación, más conciencia y menos resignación. Pocos pensaron alguna vez en cambiar el régimen, la mayoría soñó con escapar. Hoy lo enfrentan y la fuga masiva no es una opción. Es difícil decir si bastará para dañarlo, para abrir una brecha en las opacas filas del partido y de las fuerzas armadas. El último que lo intentó, en la década de los 80, acabó fusilado. Pero eran otros tiempos y Fidel Castro reinaba supremo. Hoy ya nadie cree en los rituales del régimen. Sus pomposas liturgias dan náuseas, sus consignas comunistas vacías provocan rechazo, su abuso del patriotismo indigna. No más mentiras, no más promesas, no más privilegios, corre el rumor. La historia arrojada por la puerta vuelve por la ventana, las armas compradas para reprimir podrían quedarse en las pistoleras. Liberarse cuesta, pero vale la pena.
El autor es ensayista y profesor de Historia de la Universidad de Bolonia.