Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Conocí a Jorge Edwards en París, cuando acababa de ser nombrado tercer secretario de la embajada de Chile. Todavía recuerdo su casita minúscula, que daba a los grandes bulevares que rodean a la Tour Eiffel. Nos hicimos muy amigos y estrenamos nuestra amistad visitando, los domingos, las residencias donde habían vivido los mejores escritores de Francia. La editorial que dirigía Carlos Barral le público en 1965 El peso de la noche, su primera novela, que recibió excelentes críticas.
Tenía –hablo del Jorge Edwards de hace más de cincuenta años– una curiosa formación intelectual, en la que brillaban los escritores españoles de la generación del 98, año en el que España, luego de una derrota terrible, se desprendió, en contra de su voluntad, de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, que pasaron bajo la órbita de los Estados Unidos. Yo aproveché esas lecturas y, dicho sea de paso, mi admiración por el gran prosista Azorín nace de esos años y de mi amistad con Jorge Edwards.
Pero el gran libro de Jorge Edwards, que apareció sólo años más tarde, en 1973, fue Persona non grata, en el que narraba sus experiencias en Cuba, donde había sido nombrado por el flamante gobierno de Salvador Allende para acercar a ambos países, después de una ruptura diplomática de varios años. Nadie recuerda, sin duda, el gran movimiento latinoamericano a favor de Cuba, en el que participaban comunistas y socialistas, e, incluso, personas como yo, que, ante el creciente enfrentamiento de Cuba con los Estados Unidos, tomaban resueltamente la causa de la revolución de Fidel Castro.
El libro de Jorge Edwards rompió esa casi unanimidad. Contaba, con gran precisión de detalles, su experiencia de varias semanas en Cuba. En sus páginas aparecía, con mucha frecuencia, Fidel Castro, y el célebre caudillo estaba lejos de representar esa figura patriarcal a la que los periódicos nos tenían acostumbrados, y se veía al verdadero dictador que ya conocían los cubanos, sobre todo los amigos de Edwards, como Heberto Padilla, cuando comenzaban de verdad sus pugnas con la policía cubana, que lo tendrían, luego de una desesperada autoconfesión, muchos años al margen de la vida literaria.
El libro de Jorge Edwards significó un gran escándalo porque era el primero que situaba a Cuba como una dictadura política, en la que la seguridad de los ciudadanos estaba en entredicho, pues ellos podían ser “extraviados”, a pesar de ellos mismos, en los pantanos de la isla, sin que la prensa revelara para nada ese extravío. El lenguaje en el que estaba escrito el libro, de absoluta calma y serenidad, sin ocultar las propias faltas determinadas por el miedo, contribuía a darle esa verdad que manaba profundamente de la sinceridad y limpieza con que Edwards narraba todo aquello. El libro fue leído por millones de lectores y contribuyó sin duda a que muchos se abstuvieran de pensar que Jorge Edwards era un simple narrador del común, y que había en él un escritor de verdad, que podía sacrificarse por una experiencia vivida.
Mucho recuerdo un almuerzo en La Habana donde Jorge, que tenía acceso a los restaurantes diplomáticos, invitó a Lezama Lima. Verlo comer sin limitaciones era un espectáculo extraordinario, en el que el gran poeta cubano daba rienda suelta a sus apetitos, de manera desbocada y detallista, rodeando a cada bocado de una prosapia muy ilustre de referencias clásicas. Bebió y comió a sus anchas, y finalmente, nos despedimos en la puerta del restaurante. Reteniéndome una mano, le oí decir: “¿Te has dado cuenta del país en que vivo yo?”. Me lo había dicho en voz baja y yo adopté la misma voz para responderle: “Perfectamente”. Algunas semanas más tarde estallaría el escándalo que significó la ruptura de la adhesión a Cuba de toda (bueno, de casi toda) la vanguardia literaria y política de Europa y buena parte de la latinoamericana. Una ruptura que tomó la forma de dos cartas públicas motivadas por el caso Padilla y firmadas por escritores latinoamericanos, europeos y estadounidenses en 1971, a la que Fidel Castro respondió prohibiéndonos el ingreso a la isla públicamente y lanzándonos diatribas.
Pero Jorge Edwards, que era sobre todo un novelista, continúo escribiendo y buscándose a sí mismo. Como lo ha dicho Arturo Fontaine, en el espléndido artículo publicado en Letras Libres, los lectores tienen para escoger entre las distintas novelas de Edwards, que continuó su búsqueda, como todos los escritores que en el mundo han sido. Él dice que, entre sus obras, prefiere El origen del mundo, y yo pienso que el libro más representativo de Edwards es La muerte de Montaigne. La identificación de Edwards con el gran pensador francés se debía a una identidad común. Jorge Edwards era, también, como el ensayista francés, un hombre prudente, dueño de un estilo muy personal, en el que se volcaba con sus prejuicios y juicios, de manera muy parecida al filósofo del siglo XVI, por la serenidad que nunca lo abandonaba y la firmeza de sus afirmaciones. Muchas veces pensé, leyéndolo, que había encontrado su modelo en el gran romántico que había escrito en sus paredes los libros que le faltaba leer para ser un hombre “culto”.
El ensayo de Edwards es muy hermoso, y, probablemente, uno de los mejores que se han escrito sobre el autor de Essais.
Su viaje a España, acompañado por su hija, cuando estaba ya muy enfermo, y tenía muchas dificultades para hablar, preocupó mucho a sus amigos. ¿A qué se debía? A que Jorge tenía –como suele ocurrirles a muchos escritores– un gran resentimiento contra su propio país. Tenía la impresión de que no lo habían reconocido como él valía y que probablemente lo habían “marginado”. Suele ser un mal de muchos escritores, algunos con razón y muchos otros con cierta excesiva valoración de sí mismos. El caso de Edwards no lo conozco. Pero no es imposible que, dentro de la rica literatura chilena, Edwards pasara algo desapercibido.
En todo caso estaba ya muy enfermo y, sobre todo, tenía dificultades para expresarse. Me alegra que el año pasado, con motivo del festival literario “Escribidores”, en Málaga, la cátedra Vargas Llosa le otorgara un merecido reconocimiento, aunque su estado de salud no le permitió desplazarse hasta allí. El caso de Jorge Edwards es demasiado próximo y habrá que evaluarlo a medida que pasan los días, y su obra, de cuya importancia nadie puede dudar, seguirá ganando adeptos.
Pienso que aquel viaje a Madrid fue una imprudencia mayúscula y la familia debió imponerse en retenerlo en Chile. Fue tal vez un error permitirle salir de Santiago y llegar a una ciudad donde no tenía toda la ayuda que hubiera podido tener en su país y dónde lo celebraban apenas un puñado de escritores latinoamericanos.
De esta manera se llega hasta el último día. Ante el anuncio de los facultativos de que debía operarse de algo que lo dejaría sin piernas, Jorge reaccionó con la energía que solía aparecer en él en los momentos decisivos: “Nunca jamás”. Luego, se echó a dormir una siesta y pasó, entonces, en el sueño, a la otra vida, si es que existe. Fue, para todos los gustos, un escritor que se volcó en su trabajo y que habrá que seguir leyendo, pues mucho de lo que significó está en esas páginas, que deberían formar parte de las vidas de muchos lectores. Porque fue un gran escritor y creo que hay en él muchos secretos que los nuevos lectores deben descubrir, ojeando sus novelas y ensayos, un material que es uno de los grandes valores latinoamericanos y, por supuesto, españoles. En los ensayos y sobre todo en las novelas que escribió hay unas riquezas escondidas que vale la pena sacar a la luz, pues ellas muestran todo el poder de la literatura.
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