Por Alberto Benegas Lynch (h)
En una de mis columnas semanales en este medio titulada “En defensa de los robots” me detuve a considerar las ventajas en la productividad y consecuentemente en los salarios que esos aparatos permiten al liberar trabajo para atender nuevas necesidades lo cual ocurrió desde la introducción de herramientas elementales como el martillo hasta las maquinarias más sofisticadas. Señalaba que como los recursos son limitados y las necesidades ilimitadas, cada nueva productividad o maquinaria libera trabajo para atender otras necesidades desde el hombre de la barra de hielo cuando irrumpió la heladera y equivalentes. Consignaba que el empresario deseoso de incrementar ganancias estará especialmente interesado en capacitar para sacar partida del arbitraje correspondiente en las nuevas funciones.
En esta oportunidad centraré la atención en lo que se ha dado en denominar “inteligencia artificial”. El uso adecuado de las palabras es un asunto sumamente relevante puesto que el lenguaje permite pensar y trasmitir pensamientos. Esto lo hago en vista de la generalización de esa expresión para toda programación y uso de algoritmos, hasta se dice que las persianas de una casa son inteligentes y así sucesivamente.
La inteligencia proviene de inter-legum o intus-legit es decir mirar o leer adentro, captar esencias para lo cual es inexorable la psique, la mente o los estados de conciencia propios de la condición humana ya que de lo contrario, como se ha apuntado antes, si fuéramos solo materia -kilos de protoplasma- estaríamos necesariamente determinados por los nexos causales inherentes a la materia. Si no existiera lo que habitualmente se llama el espíritu humano o autoconciencia no habría la posibilidad de revisar nuestros propios juicios, no tendrían lugar ideas autogeneradas, no tendría sentido la responsabilidad individual, ni la moral, ni la libertad y el consiguiente libre albedrío. La libertad se convertiría en mera ficción. En otros términos, en este cuadro de situación toda la parla de nosotros los liberales sería pura estupidez.
El progreso tecnológico es maravilloso y ha permitido y permite resolver los problemas más variados, en el caso que nos ocupa vía algoritmos de gran potencia utilizados en la informática, la matemática y la lógica como instrumentos fundamentales, todos producto de la programación que llevan a cabo los humanos incluyendo la posibilidad de retroalimentación.
Es muy pertinente advertir que como se ha destacado reiteradamente, algunas de las empresas más expuestas de la llamada inteligencia artificial están marcadamente inclinadas al estatismo en el espectro de ideas lo cual se constata por las respuestas a su vez debidas a que los aparatos han sido alimentadas en base a personas que sustentan esa corriente de pensamiento.
Antes me he referido al experimento del matemático Alan Turing y a la refutación del filósofo John Searle. Es del caso reiterarlo con algunas adiciones para esta nota. Alan Turing llevó a cabo un experimento en el que colocaba a una persona en una habitación en la que se ubicaban dos terminales de computadoras, una conectada en otra habitación con otra computadora y la otra conexión a otro ordenador manejado por otra persona. A continuación, Turing solicita a la primera persona referida que formule todas las preguntas que estime pertinentes por el tiempo que demande su investigación al efecto de conocer cuál es cuál. De lo contrario, si no pudiera establecer la diferencia (distinguir cuál es humano y cual el aparato) concluye Turing que es una prueba de que no hay diferencia entre el humano y el aparato en cuanto a sus cualidades de decisión.
Por su parte, John Searle refuta las conclusiones de ese experimento con otro que denominó “el experimento del cuarto chino”. Este consistió en ubicar también a una persona aislada en una habitación y totalmente ignorante del idioma chino, a quien se le entregó un cuento escrito en esa lengua y se le entrega una serie de cartones con preguntas sobre la narración del caso y otros tantos cartones con respuestas muy variadas y contradictorias a esas preguntas. Simultáneamente también se le entrega otros cartones adicionales con códigos claros para que pueda conectar acertadamente las preguntas con las respuestas acertadas.
Explica Searle que de este modo el personaje de marras contesta todo satisfactoriamente sin que haya entendido chino. Lo que prueba este segundo experimento es que el sujeto en cuestión es capaz de seguir las reglas, los códigos y los programas que le fueron entregados, que es la manera en que la máquina del primer experimento se equipara en el sentido operativo mencionado y eventualmente con mayor rapidez (desde luego no en cuanto a la incapacidad de amar, autoconciencia, decisión independiente y equivalentes). Esto remite a la mera reacción de la computadora en base a programas insertos (por nuestra parte agregamos que la persona del ejemplo decidió seguir el programa, cosa que podía haber rechazado, decisión que no puede asumir la máquina). Todo esto para subrayar el rol de la programación.
Temas como el que abordamos en esta nota deben ser repetidos mientras se insista en lo que estimamos puede conducir a errores de proporciones mayúsculas. Salvando las distancias, es lo mismo cuando tantos profesionales se han tomado el trabajo de repetir una y mil veces desde la lejana época de Hammurabi los desatinos que producen los precios controlados por los aparatos estatales. Con mayor razón en el tema de la inteligencia que remite a lo propiamente humano.
Entonces, como también hemos marcado y lo volvemos a machacar en este contexto: Karl Popper ha bautizado como “determinismo físico” el supuesto de que el ser humano en verdad no elije, decide y prefiere, es decir, no actúa, sino que está programado para decir y hacer lo que dice y hace, esto es, el antedicho materialismo filosófico. Así escribe este filósofo de la ciencia que “si nuestras opiniones son resultado distinto del libre juicio de la razón o de la estimación de las razones y de los pros y contras, entonces nuestras opiniones no merecen ser tenidas en cuenta”.
En la misma línea argumental, John Hick sostiene que allí donde no existe libertad intelectual, lo cual es propio del materialismo, naturalmente no hay vida racional, por ende, la creencia que el hombre está determinado “no puede demandar racionalidad. Por tanto, el argumento determinista está necesariamente autorefutado o es lógicamente suicida. Un argumento racional no puede concluir que no hay tal cosa como argumentación racional”.
Con razón el premio Nobel en neurofisiología John Eccles concluye que “Uno no se involucra en un argumento racional con un ser que sostiene que todas sus respuestas son actos reflejos, no importa cuán complejo y sutil sea el condicionamiento”. Si no se acepta la condición humana de la libre decisión, todas las demás elucubraciones en ciencias sociales carecerían de sentido puesto que las bases de sustentación desaparecerían y no existiría acción humana sino mera reacción como en las ciencias naturales.
Es de interés destacar la opinión del premio Nobel en Física Max Planck en este contexto. Afirma que “se trataría de una degradación inconcebible que los seres humanos, incluyendo los casos más elevados de mentalidad y ética, fueran considerados como autómatas inanimados en manos de una férrea ley de causalidad […] El papel que la fuerza desempeña en la naturaleza, como causa del movimiento, tiene su contrapartida, en la esfera mental, en el motivo como razón de la conducta”.
Antony Flew y John Hospers precisan la diferencia entre causas y motivos. Flew escribe que “cuando hablamos de causas de un evento puramente físico -digamos un eclipse de sol- empleamos la palabra causa para implicar al mismo tiempo necesidad física e imposibilidad física: lo que ocurrió era físicamente necesario y, dadas las circunstancias, cualquier otra cosa era físicamente imposible. Pero este no es el caso del sentido de causa cuando se alude a la acción humana. Por ejemplo, si le doy a usted una buena causa para celebrar, no convierto el hecho en una celebración inevitable”.
También Hospers manifiesta que “enunciando sólo los antecedentes causales, nunca podríamos dar una conclusión suficiente: para dar cuenta de lo que hace una persona en sus actividades orientadas hacia sus fines hemos de conocer sus razones y razones no son causas”. Aparece una gran paradoja que, entre otros, expresa George Gilder en cuanto a que los procesos productivos de nuestra época se caracterizan por atribuirle menor importancia relativa a la materia y un mayor peso al conocimiento y, sin embargo, irrumpe con fuerza el materialismo filosófico.
Autores como Howard Robinson, Juan José Sanguineti, Richard Swinburne y Thomas Reid concretan su perspectiva mostrando que sus estudios se refieren a dos planos de una misma realidad humana. Una, la física o lo material y, la otra, la mental o los estados de conciencia. Robinson resume este ángulo de análisis: “Lo físico es público en el sentido de que en principio cualquier estado físico es accesible (susceptible de percibirse) para cualquier persona normal […] Los estados de conciencia son diferentes porque el sujeto a quien pertenecen -y solo ese sujeto- tiene un acceso privilegiado a eso” y, además, “el pensamiento es sobre algo […] mientras que los estados físicos no son sobre algo, están simplemente ahí […] y los pensamientos pueden también ser sobre lo que no existe” pero lo físico es por definición lo que existe como tal (lo cual no quiere decir que todo ello pueda tocarse o, en su caso, ni siquiera verse, como los campos gravitatorios, las ondas electromagnéticas y las partículas subatómicas). Respecto al segundo autor mencionado, en este contexto es especialmente recomendable la lectura de su obra titulada Neurociencia y filosofía del hombre.
Ludwig von Mises apunta que “Para un materialista consistente no es posible distinguir entre una acción deliberada y la vida meramente vegetativa como la de las plantas”, Murray Rothbard explica que “si nuestras ideas están determinadas, entonces no tenemos manera de revisar libremente nuestros juicio y aprender la verdad, se trate de la verdad del determinismo o de cualquier otra cosa” y Friedrich Hayek nos dice que “Todos los procesos individuales de la mente se mantendrán para siempre como fenómenos de una clase especial […] nunca seremos capaces de explicarlos enteramente en términos de las leyes físicas”.
Cómo denominar a estos aparatos maravillosos es asunto de convenciones, por ejemplo, podría ser “algoritmos sofisticados”, “aparatos extraordinarios” o equivalentes. Pero en resumen, no solo es fundamental el uso adecuado del lenguaje para pensar y para trasmitir pensamientos sino que en el caso que nos ocupa debemos estar muy en guardia que no vaya a suceder lo que C. S. Lewis estampa en el título de uno de sus libros: La abolición del hombre.