Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Hace algo más de 50 años, se fundó en el Perú un Sodalicio de Vida Cristiana que, a la vez que convocaba a muchos jóvenes de buenos colegios, se esparcía por el continente en varios países, alcanzando una notable popularidad. Sin embargo, al pasar de los años, se fue descubriendo que las autoridades del Sodalicio no eran lo recomendables que parecían, pues a los jóvenes que seducían solían imponerles, para “cuajarlos”, operaciones tan atrevidas como nadar en San Bartolo, al sur de Lima, a las 3 de la madrugada, en esas aguas heladas, supuestamente para templarles el carácter. Además, se fue revelando que la cúpula del Sodalicio era mucho menos casta de lo que se suponía, pues había en su seno iniciativas extrañas que ofendían a los jóvenes imponiéndoles, incluso, ejercicios obscenos. Curas homosexuales se aprovechaban impúdicamente de muchos jóvenes incautos que, guiados por su fe, adherían a la devota institución.
Pero, en relación con esto, de quien quisiera hablar en esta nota es de un par de periodistas peruanos a los que conozco, son puros y correctos, y ambos han adquirido un prestigio en su labor. Se trata de Pedro Salinas y Paola Ugaz. Ambos se propusieron denunciar, a través de una investigación seria y profunda, los excesos que cometían con sus jóvenes discípulos las eminencias del Sodalicio. La historia está sintetizada en un libro que se titula Sin noticias de Dios y que ha escrito Pedro Salinas con la colaboración estrecha de Paola Ugaz, y tiene 890 páginas. Recomiendo a mis lectores que lean este libro porque leyéndolo se darán cuenta de lo atrasado que es el Perú con respecto a las personas que se atreven a meterse con la Iglesia Católica. Ni Salinas ni Ugaz debieron soñar nunca en lo que se verían envueltos a raíz de su investigación: juicios millonarios, campañas de prensa, insultos múltiples y toda clase de infamias contra sus personas y sus familias. Lo que significa que, en el Perú, estamos todavía en la colonia, donde nadie se atrevía a chistar contra la Iglesia o sus facinerosos (con excepciones) disfrazados de curas. Quien escribe estas líneas no es un enemigo de la Iglesia, pues he llegado a la conclusión de que es preferible que un pueblo sea religioso a que sea ateo, por razones estrictamente sociales, y en este caso es clarísimo que Salinas y Ugaz emprendieron su cruzada de buena fe, con la conciencia limpia de denunciar un hecho maligno asociado a esta institución. Se puede discrepar de ellos en otros asuntos, pero en esto tienen razón.
¿Cuál ha sido el resultado de su investigación? Han llegado al Vaticano y hasta a codearse con el Papa, pero, sin embargo, nada de eso ha acallado a los jerarcas de la institución, que los han sometido a mil y una pellejerías en su afán de impedir que el Sodalicio sea borrado de la historia como Salinas ha pedido. Él fue “sodalicio” cuando era muy joven, y vivió los atropellos que imponían los “próceres” a los jóvenes incautos. Salinas vivió en carne propia los esfuerzos de los jefes del Sodalicio para apartarlos de sus familias, cuando le ocultaron, entre otras maniobras, las cartas de su padre, lo que lo llevó a salirse de la institución al tener noticias de este hecho. Pero su libro Mitad monjes y mitad soldados, como se titula un libro anterior dedicado al mismo tema, ha sido duramente impugnado, pese al rigor y veracidad con que está escrito.
¿Qué refleja esta historia? A un país que no ha logrado todavía la inserción de la justicia en la vida de la sociedad, pues una iglesia no puede ni debe levantarse contra las leyes y ordenanzas ni cometer vilezas y atropellos en la propagación de la fe. Es curioso porque el Perú parece muy adelantado en muchas cosas, sobre todo en sus leyes, pero mientras no toquen a la Iglesia y le prohíban atropellos contra el conjunto de la sociedad, por ejemplo por parte de directivos tan corrompidos como los que parecen haberse insertado en la cabeza del Sodalicio durante años. Al mismo tiempo, muchas radios y periódicos conservan una especie de temor a la santa madre Iglesia, sin atreverse a criticarla cuando se desborda en su comportamiento.
El fundador del Sodalicio, y su mecenas, parece un personaje del Marqués de Sade, pues sus excesos coinciden con delitos flagrantes. Lo curioso es que este personaje, que se llama Luis Fernando Figari, en vez de estar pudriéndose en un calabozo peruano, ha sido trasladado a Roma, donde la Iglesia Católica se ha ocupado de alojarlo, eso sí, sin tener a su alcance a los muchachos de los que abusó en el pasado. Parece mentira que una persona tan corrompida se haya librado tan fácilmente del castigo.
Entre todas las desdichas que su valentía y su honradez le han acarreado a Pedro Salinas, hay un fantástico allanamiento, con decenas de policías, a su casa, en Mala, en las afueras de Lima. Inútilmente él se animó a protestar contra semejante atropello, pero los policías que asaltaron su casa y pasaron varias horas revisándola se rieron de él a sus anchas. Lo notable es que Pedro Salinas y Paola Ugaz hayan soportado todos estos combates y que tengan la razón, pues el Sodalicio debía ser clausurado, ya que es una vergüenza para cualquier país, y en especial el Perú, que tanto sufrió los excesos de la Iglesia en la colonia. Al mismo tiempo, qué estupendos periodistas son estos, como algunos otros latinoamericanos, que, sin apartarse de los límites de la investigación, han sido capaces de desafiar a los poderosos y abusadores que todavía medran en los países menos desarrollados. A Pedro Salinas y Paola Ugaz se los debe premiar por su coraje y su responsabilidad.
En el libro de Pedro Salinas se describe además, de una manera discreta, el modo como eran sometidos a una supuesta disciplina quienes caían en sus redes. El fundador parece que ordenaba que hicieran, por ejemplo, el amor con una silla a los jóvenes y, como ya he mencionado, les imponía, para fortalecerles la voluntad, actividades como nadar a las 3 de la madrugada. Los jóvenes, que se entregaban en cuerpo y alma, estaban sometidos a una disciplina muy estricta, una de cuyas pautas era la ruptura con las familias, pues los sacerdotes les inculcaban que las familias “los detestaban y no querían saber nada con ellos”. Pero algunos de ellos se rebelaron y han sido los informantes del autor, de modo que sus textos proceden del interior de estas afrentas. Ellas ocurrían siempre de noche y las dirigían los responsables de la institución. Salinas y Ugaz piden que una institución tan corrompida sea clausurada y sus principales responsables, sometidos a un juicio que reparta penas equivalentes a las faltas. Pero la verdad es que esto no se ha hecho y, más bien, las autoridades han tomado represalias contra ellos que podrían acarrearles penas y multas que los dejarían en ruinas. Lo probable es que, en el Perú, ellos pierdan la batalla, a menos que el Poder Judicial tome cartas en el asunto y asuma sus deberes con independencia y de acuerdo con las leyes y reglamentos. Pero da la impresión de que en esto todo juega al revés, pues son los que violan la ley los que obtienen todas las satisfacciones y los castigos los reciben quienes se atreven a desear un país más justo y unas instituciones más nobles. La batalla contra estos abusos es una batalla en la que deberíamos participar todos los peruanos que queremos que nuestro país sea moderno y justo y no arrastre todavía un pasado colonial.
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