Por Mario Vargas Llosa
Instituto Libertad y Democracia
Publicado originalmente en “Dependencia y Desarrollo en Debate”, Lima, 1983
El nacionalismo es una aberración, es la cultura de los incultos. Trae estancamiento porque ninguna cultura se ha hecho sola y la originalidad no está reñida con las influencias. Lo demuestran casos como el de Rubén Darío, Octavio Paz y Jorge Luis Borges. La cultura se fortalece abriendo puertas y ventanas, de par en par, a todas las corrientes intelectuales, científicas y artísticas, estimulando la libre circulación de las ideas.
El autor reclama en el ámbito de la cultura misma libertad y el mismo pluralismo que deben reinar en lo político y en lo económico en una sociedad democrática. El Estado debe crear las condiciones más propicias para la vida cultural e inmiscuirse lo menos posible en ella. No debe imponer ni privilegiar doctrinas, teorías o ideologías, sino permitir que éstas florezcan y compitan libremente. A los intelectuales y productores culturales de todo orden les incumbe una tarea audaz y formidable: la vida cultural no puede ser hoy, como ayer, una actividad de catacumbas, de clérigos encerrados en conventos o academias, sino algo a lo que puede y debe tener acceso el mayor número.
Cuenta el historiador chileno Claudio Véliz* que, a la llegada de los españoles, los indios mapuches tenían un sistema de creencias que ignoraba los conceptos de envejecimiento y de muerte natural. Para ellos, el hombre era joven e inmortal. La decadencia física y la muerte sólo podían ser obra de la magia, las malas artes o las armas de los adversarios. Esta convicción, sencilla y cómoda, ayudó a los mapuches a ser los feroces guerreros que fueron. No los ayudó, en cambio, a forjar una civilización original.
La actitud de los viejos mapuches está lejos de ser un caso extravagante. En realidad, se trata de un fenómeno extendido.
Atribuir la causa de nuestros infortunios o defectos a los demás —al “otro”— es un recurso que ha permitido a innumerables sociedades e individuos, si no librarse de sus males, por lo menos soportarlos y vivir con la conciencia tranquila. Enmascarada detrás de sutiles razonamientos, oculta bajo frondosas retóricas, esta actitud es la raíz, el fundamento secreto, de una remota aberración a la que el siglo XIX volvió respetable: el nacionalismo.
Dos guerras mundiales y la perspectiva de una tercera y última, que acabaría con la humanidad, no nos han librado de él, sino, más bien, parecen haberlo robustecido.
Resumamos brevemente en qué consiste el nacionalismo en el ámbito de la cultura. Básicamente, en considerar lo propio un valor absoluto e incuestionable y lo extranjero un desvalor, algo que amenaza, socava, empobrece o degenera la personalidad espiritual de un país. Aunque semejante tesis difícilmente resiste el más somero análisis y es fácil mostrar lo prejuiciado e ingenuo de sus argumentos, y la irrealidad de su pretensión —la autarquía cultural—, la historia nos muestra que arraiga con facilidad y que ni siquiera los países de antigua y sólida civilización están vacunados contra ella. Sin ir muy lejos, la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini, la Unión Soviética de Stalin, la España de Franco, la China de Mao practicaron el “nacionalismo cultural”, intentando crear una cultura incomunicada y defendida de los odiados agentes corruptores —el extranjerismo, el cosmopolitismo— mediante dogmas y censuras.
Pero en nuestros días es sobre todo en el Tercer Mundo, en los países subdesarrollados, donde el nacionalismo cultural se predica con más estridencia y tiene más adeptos. Sus defensores parten de un supuesto falaz: que la cultura de un país es, como las riquezas naturales y las materias primas que alberga su suelo, algo que debe ser protegido contra la codicia voraz del imperialismo, y mantenido estable, intacto e impoluto, pues su contaminación con lo foráneo lo adulteraría y envilecería.
Luchar por la “independencia cultural”, emanciparse de la “dependencia cultural extranjera” a fin de “desarrollar nuestra propia cultura” son fórmulas habituales en la boca de los llamados progresistas del Tercer Mundo.
Que tales muletillas sean tan huecas como cacofónicas, verdaderos galimatías conceptuales, no es obstáculo para que resulten seductoras a mucha gente, por el airecillo patriótico que parece envolverlas.
Y en el dominio del patriotismo, ha escrito Borges, los pueblos sólo toleran afirmaciones. Se dejan persuadir por ellas, incluso, se creen invulnerables a las ideologías autoritarias que las promueven. Personas que dicen creer en el pluralismo político y en la libertad económica, que dicen ser hostiles a las verdades únicas y a los estados omnipotentes y omniscientes, suscriben, sin embargo, sin examinar lo que ellas significan, las tesis del nacionalismo cultural. La razón es muy simple: el nacionalismo es la cultura de los incultos y éstos son legión.
Hay que combatir resueltamente estas tesis, a las que la ignorancia de un lado y la demagogia, de otro, han dado cartas de ciudadanía, pues ellas son un tropiezo mayor para el desarrollo cultural de países como el nuestro. Si ellas prosperan, jamás tendremos una vida espiritual rica, creativa y moderna, que nos exprese en toda nuestra diversidad y nos revele lo que somos ante nosotros mismos y ante los otros pueblos de la tierra.
Si los propugnadores del nacionalismo cultural ganan la partida y sus teorías se convierten en política oficial del “ogro filantrópico” —como ha llamado Octavio Paz al Estado de nuestros días—, el resultado es previsible: nuestro estancamiento intelectual y científico y nuestra asfixia artística; eternizarnos en una minoría de edad cultural, y representar, dentro del concierto de las culturas de nuestro tiempo, el anacronismo pintoresco, la excepción folklórica, a la que los civilizados se acercan con despectiva benevolencia sólo por sed de exotismo o nostalgias de la edad bárbara.
En realidad, no existen culturas “dependientes” y “emancipadas” ni nada que se les parezca. Existen culturas pobres y ricas, arcaicas y modernas, débiles y poderosas. Dependientes lo son todas, inevitablemente. Lo fueron siempre, pero lo son más ahora, en que el extraordinario adelanto de las comunicaciones ha volatizado las barreras entre las naciones y ha hecho a todos los pueblos copartícipes inmediatos y simultáneos de la actualidad.
Ninguna cultura se ha gestado, desenvuelto y llegado a la plenitud sin nutrirse de otras y sin, a su vez, alimentar a las demás, en un continuo proceso de préstamos y donativos, influencias recíprocas y mestizajes, en el que sería dificilísimo averiguar qué corresponde a cada cual.
Las nociones de “lo propio” y “lo ajeno” son dudosas, por no decir absurdas, en el dominio cultural. En el único campo en el que tienen asidero —el de la lengua— ellas se resquebrajan si tratamos de identificarlas con las fronteras geográficas y políticas de un país y convertirlas en sustento del nacionalismo cultural.
Por ejemplo, ¿es “propio” o es “ajeno” para los peruanos el español que hablamos junto con otros trescientos millones de personas en el mundo?
Y entre los quechuahablantes del Perú, Bolivia y Ecuador, ¿quiénes son los legítimos propietarios de la lengua y la tradición quechua, y quiénes los “colonizados” y “dependientes” que deberían emanciparse de ellas?
A idéntica perplejidad llegaríamos si quisiéramos averiguar a qué nación corresponde patentar como aborigen el monólogo interior, ese recurso clave de la narrativa moderna. ¿A Francia, por Edouard Dujamdin, el mediocre novelista que al parecer fue el primero en usarlo? ¿A Irlanda, por el célebre monólogo de Molly Bloom en el Ulises de Joyce, que lo entronizó en el ámbito literario? ¿O a Estados Unidos donde, gracias a la hechicería de un Faulkner, adquirió flexibilidad y suntuosidad insospechadas? Por este camino —el del nacionalismo— se llega en el campo de la cultura, tarde o temprano, a la confusión y al disparate.
Lo cierto es que en este dominio, aunque parezca extraño, lo propio y lo ajeno se confunden, y la originalidad no está reñida con las influencias y aun con la imitación y hasta el plagio; y que el único modo en que una cultura puede florecer es en estrecha interdependencia con las otras.
Quien trata de impedirlo no salva la “cultura nacional”: la mata.
Quisiera dar unos ejemplos de lo que digo, tomados del quehacer que me es más afín: el literario. No es difícil mostrar que los escritores latinoamericanos que han dado a nuestras letras un sello más personal fueron, en todos los casos, aquellos que mostraron menos complejos de inferioridad frente a los valores culturales forasteros y se sirvieron de ellos a sus anchas y sin el menor escrúpulo a la hora de crear.
Si la poesía hispanoamericana moderna tiene una partida de nacimiento y un padre, ellos son el modernismo y su fundador, Rubén Darío.
¿Es posible concebir un poeta más “dependiente” y más “colonizado” por modelos extranjeros de este nicaragüense universal? Su amor desmedido y casi patético por los simbolismos y parnasianos franceses, su cosmopolitismo vital, esa beatería enternecedora con que leyó, admiró y se empeñó en aclimatar a las modas literarias del momento su propia poesía, no hicieron de ésta un simple epígono, una “poesía subdesarrollada y dependiente”.
Todo lo contrario.
Utilizando con soberbia libertad, dentro del arsenal de la cultura de su tiempo, todo lo que sedujo su imaginación, sus sentimientos y su instinto, combinando con formidable irreverencia esas fuentes disímiles en las que se mezclaban la Grecia de los filósofos y los trágicos, con la Francia licenciosa y cortesana del siglo XVIII, con la España del Siglo de Oro y con su experiencia americana, Rubén Darío llevó a cabo la más profunda revolución experimentada por la poesía española desde los tiempos de Góngora y Quevedo, rescatándola del academicismo tradicional en que languidecía e instalándola de nuevo, como cuando los poetas españoles del XVI y el XVII, a la vanguardia de la modernidad.
El caso de Darío es el de casi todos los grandes artistas y escritores; es el de Machado de Assis, en el Brasil, que jamás hubiera escrito su hermosa comedia humana sin haber leído antes la de Balzac; es el caso de Vallejo en el Perú, cuya poesía aprovechó todos los ismos que agitaron la vida literaria en América Latina y en Europa entre las dos guerras mundiales, y es, en nuestros días, el caso de un Octavio Paz en México y el de un Borges en Argentina.
Detengámonos un segundo en este último. Sus cuentos, ensayos y poemas son, seguramente, los que mayor impacto han causado en otras lenguas de autor contemporáneo de nuestro idioma y su influencia se advierte en escritores de los países más diversos. Nadie como él ha contribuido tanto a que nuestra literatura sea respetada como creadora de ideas y formas originales. Pues bien, ¿hubiera sido posible la obra de Borges sin “dependencias” extranjeras? ¿No nos llevaría el estudio de sus influencias por una variopinta y fantástica geografía cultural a través de los continentes, las lenguas y las épocas históricas?
Borges es un diáfano ejemplo de cómo la mejor manera de enriquecer con una obra original la cultura de la nación en que uno ha nacido y el idioma en el que escribe es siendo, culturalmente, un ciudadano del mundo.
La manera como un país fortalece y desarrolla su cultura es abriendo sus puertas y ventanas, de par en par, a todas las corrientes intelectuales, científicas y artísticas, estimulando la libre circulación de las ideas, vengan de donde vengan, de manera que la tradición y la experiencia propias se vean constantemente puestas a prueba, y sean corregidas, completadas y enriquecidas por las de quienes, en otros territorios y con otras lenguas y diferentes circunstancias, comparten con nosotros las miserias y las grandezas de la aventura humana. Sólo así, sometida a ese reto y aliento continuo, será nuestra cultura —auténtica, contemporánea y creativa— la mejor herramienta de nuestro progreso económico y social.
Condenar el “nacionalismo cultural” como una atrofia para la vida espiritual de un país no significa, por supuesto, desdeñar en lo más mínimo las tradiciones y modos de comportamiento nacionales o regionales ni objetar que ellos sirvan, incluso de manera primordial, a pensadores, artistas, técnicos e investigadores del país para su propio trabajo.
Significa, únicamente, reclamar, en el ámbito de la cultura, la misma libertad y el mismo pluralismo que deben reinar en lo político y en lo económico en una sociedad democrática. La vida cultural es más rica mientras es más diversas y mientras más libre e intenso es el intercambio y la rivalidad de ideas en su seno.
Los peruanos estamos en una situación de privilegio para saberlo, pues nuestro país es un mosaico cultural en el que coexisten o se mezclan “todas las sangres”, como escribió Arguedas: las culturas prehispánicas y España, y todo el Occidente que vino a nosotros con la lengua y la historia española; la presencia africana, tan viva en nuestra música; las inmigraciones asiáticas y ese haz de comunidades amazónicas con sus idiomas, leyendas y tradiciones.
Esas voces múltiples expresan por igual al Perú, país plural, y ninguna tiene más derecho que otra a atribuirse mayor representatividad. En nuestra literatura, advertimos parecida abundancia. Tan peruano es Martín Adán, cuya poesía no parece tener otro asiento ni ambición que el lenguaje; como José María Eguren, que creía en las hadas y resucitaba en su casita de Barranco personajes de los mitos nórdicos; o como José María Arguedas que transfiguró el mundo de los Andes en sus novelas, o como César Moro que escribió su más bellos poemas en francés.
Extranjerizante a veces y a veces folklórica, tradicional con algunos y vanguardista con otros, costeña, serrana o selvática, realista o fantástica, hispanizante, afrancesada, indigenista o norteamericanizada, en su contradictoria personalidad nuestra literatura expresa esa complejidad y múltiple verdad que somos. Y la expresa porque ella ha tenido la fortuna de desenvolverse con una libertad de la que no hemos disfrutado siempre los peruanos de carne y hueso.
Nuestros dictadores eran tan incultos que privaban de libertad a los hombres, rara vez a los libros. Eso pertenece al pasado. Las dictaduras de ahora son ideológicas y quieren dominar también las ideas y los espíritus. Para eso se valen de pretextos, como el de que la cultura nacional debe ser protegida contra la infiltración foránea. Eso no es aceptable.
No es aceptable que con el argumento de defender la cultura contra el peligro de “desnacionalización”, los gobiernos establezcan sistemas de control del pensamiento y la palabra que, en verdad, no persiguen otro objetivo que impedir las críticas. No es aceptable que, con el argumento de preservar la pureza o la salud ideológica de la cultura, el Estado se atribuya una función rectora y carcelera del trabajo intelectual y artístico de un país.
Cuando esto ocurre, la vida cultural queda atrapada en la camisa de fuerza de una burocracia y se anquilosa, sumiendo a la sociedad en el letargo espiritual.
Para asegurar la libertad y el pluralismo cultural es preciso fijar claramente la función del Estado en este campo. Esta función sólo puede ser la de crear las condiciones más propicias para la vida cultural y la de inmiscuirse lo menos posible en ella.
El Estado debe garantizar la libertad de expresión y el libre tránsito de las ideas, fomentar la investigación y las artes, garantizar el acceso a la educación y a la información de todos, pero no imponer ni privilegiar doctrinas, teorías o ideologías, sino permitir que éstas florezcan y compitan libremente.
Ya sé que es difícil y casi utópico conseguir esa neutralidad frente a la vida cultural del Estado de nuestros días, ese elefante tan grande y tan torpe que con sólo moverse causa estragos. Pero si no conseguimos controlar sus movimientos y reducirlos al mínimo indispensable, acabará pisoteándonos y devorándonos.
No repitamos, en nuestros días, el error de los indios mapuches, combatiendo supuestos enemigos extranjeros, sin advertir que los principales obstáculos que tenemos que vencer están dentro de nosotros mismos.
Los desafíos que debemos enfrentar, en el campo de la cultura, son demasiado reales y grandes para, además, inventarnos dificultades imaginarias como las de potencias forasteras empeñadas en agredirnos culturalmente y en envilecer nuestra cultura.
No sucumbamos ante esos delirios de persecución ni ante la demagogia de los politicastros, convencidos de que todo vale en su lucha por el poder y que, si llegaran a ocuparlo, no vacilarían, en lo que concierne a la cultura, en rodearla de censuras y asfixiarla con dogmas, para, como “El Calígula” de Albert Camus, acabar con los contradictores y las contradicciones.
Quienes proponen esas tesis se llaman a sí mismos, por una de esas vertiginosas sustituciones mágicas de la semántica de nuestro tiempo, progresistas.
En realidad, son los retrógrados y oscurantistas contemporáneos los continuadores de esa sombría dinastía de carceleros del espíritu, como los llamó Nietzsche, cuyo origen se pierde en la noche de la intolerancia humana, y en la que destacan, idénticos y funestos a través de los tiempos, los inquisidores medievales, los celadores de la ortodoxia religiosa, los censores políticos y los comisarios culturales fascistas y estalinistas.
Además del dogmatismo y la falta de libertad, de las intrusiones burocráticas y los prejuicios ideológicos, otro peligro ronda el desarrollo de la cultura en cualquier sociedad contemporánea: la sustitución del producto cultural genuino por el producto seudocultural, impuesto masivamente en el mercado a través de los grandes medios de comunicación. Esta es una amenaza cierta y gravísima, y sería insensato restarle importancia.
La verdad es que estos productos seudoculturales son ávidamente consumidos, y ofrecen a una enorme masa de hombres y mujeres un simulacro de vida intelectual, embotándoles la sensibilidad, extraviándoles el sentido de los valores artísticos y anulándolos para la verdadera cultura.
Es imposible que un lector cuyos gustos literarios se han establecido leyendo a Corín Tellado aprecie a Cervantes o a Cortázar, o que otro, que ha aprendido todo lo que sabe en el Reader’s Digest, haga el esfuerzo necesario para profundizar en un área cualquiera del conocimiento, y que mentes condicionadas por la publicidad se atrevan a pensar por cuenta propia.
La chabacanería y el conformismo, la chatura intelectual y la indigencia artística, la miseria formal y moral de estos productos seudoculturales afectan profundamente la vida espiritual de un país. Pero es falso que éste sea un problema infligido a los países subdesarrollados por los desarrollados.
Es un problema que unos y otros compartimos, que resulta del adelanto tecnológico de las comunicaciones y del desarrollo de la industria cultural, y al que ningún país del mundo, rico o pobre, adelantado o atrasado, ha dado aún solución.
En la culta Inglaterra el escritor más leído no es Anthony Burgess ni Graham Greene, sino Barbara Cartland y las telenovelas que hacen las delicias del público francés son tan ruines como las mexicanas o norteamericanas.
La solución de este problema no consiste, por supuesto, en establecer censuras que prohíban los productos seudoculturales y den luz verde a los culturales. La censura no es nunca una solución, o, mejor dicho, es la peor solución, la que siempre acarrea males peores que los que quiere resolver.
Las culturas “protegidas” se tiñen de oficialismo y terminan adoptando formas más caricaturales y degradadas que las que surgen, junto con los auténticos productos culturales, en las sociedades libres.
Ocurre que la libertad, que en este campo es también, siempre, la mejor opción, tiene un precio que hay que resignarse a pagar. El extraordinario desarrollo de los medios de comunicación ha hecho posible, en nuestra época, que la cultura que en el pasado fue, por lo menos en sus formas más ricas y elevadas, patrimonio de una minoría, se democratice y esté en condiciones de llegar, por primera vez en la historia, a la inmensa mayoría.
Esta es una posibilidad que debe entusiasmarnos.
Por primera vez existen las condiciones técnicas para que la cultura sea de veras popular. Es, paradójicamente, esta maravillosa posibilidad la que ha favorecido la aparición y el éxito de la industria multitudinaria de productos semiculturales.
Pero no confundamos el efecto con la causa. Los medios de comunicación masivos no son culpables del uso mediocre o equivocado que se haga de ellos. Nuestra obligación es conquistarlos para la verdadera cultura, elevando mediante la educación y la información el nivel del público, volviendo a éste cada vez más riguroso, más inquieto y más crítico, y exigiendo sin tregua a quienes controlan estos medios —el Estado y las empresas particulares— una mayor responsabilidad y un criterio más ético en el empleo que les dan.
Pero es, sobre todo a los intelectuales, técnicos, artistas y científicos, a los productores culturales de todo orden, a quienes les incumbe una tarea audaz y formidable: asumir nuestro tiempo, comprender que la vida cultural no puede ser hoy, como ayer, una actividad de catacumbas, de clérigos encerrados en conventos o academias, sino algo a lo que puede y debe tener acceso el mayor número. Esto exige una reconversión de todo el sistema cultural, que abarque desde un cambio de sicología en el productor individual y de sus métodos de trabajo, hasta la reforma radical de los canales de difusión y medio de promoción de los productos culturales; una revolución, en suma, de consecuencias difíciles de prever.
La batalla será larga y difícil, sin duda, pero la perspectiva de lo que significaría el triunfo debería darnos fuerza moral y coraje para librarla, es decir, la posibilidad de un mundo en el que, como quería Lautréamont para la poesía, la cultura sea por fin de todos, hecha por todos y para todos.
* Ver “Continuidades y Rupturas en la Historia chilena: Otra Hipótesis sobre la Crisis chilena de 1973”, revista Estudios Públicos, Nº 12, Santiago, 1983. (Nota del Editor).