Por Benoît Pellistrandi
El domingo 23 de julio los españoles votaron, de forma relativamente masiva (70,40% frente al 66,3% de hace cuatro años). Los sondeos no se habían equivocado sobre el avance de la derecha: el Partido Popular (PP) obtuvo casi 8,1 millones de votos, y subió del 20,8% al 33% de los sufragios y de 89 a 136 diputados; Vox retrocedió, como pronosticaban las encuestas preelectorales, de 52 a 33 diputados, y bajó en más de 600.000 votos hasta los 3,03 millones (12,4% frente a 15,1%). En cambio, las encuestas no habían detectado la resistencia del Partido Socialista (PSOE): con 7,7 millones de votos (31,7%), mejora en un millón de votos su resultado de noviembre de 2019 y gana dos diputados (122 en lugar de 120). Dos meses después de unas elecciones municipales y autonómicas desastrosas, el PSOE de Pedro Sánchez logró frenar la previsible victoria de la derecha. En la noche del 23 de julio, Sánchez se erigió en vencedor moral de las elecciones y, a día de hoy, parece en condiciones de reunir una mayoría de gobierno para la nueva legislatura. Ha aumentado su leyenda de resiliencia –la de un hombre que, seis meses después de su llegada al poder (nunca se es demasiado prudente), publicó unas memorias tituladas Manual de resistencia.
La situación parlamentaria era la siguiente. El número total de diputados de derechas es de 171 (136 del PP, 33 de Vox, 1 de Unión del Pueblo Navarro y 1 de Coalición Canaria). La suma de los partidos de izquierda es de 153 (122 para el PSOE, 31 para SUMAR), a los que hay que añadir los diputados de los grupos parlamentarios que hasta ahora han apoyado al Gobierno saliente: 5 del Partido Nacionalista Vasco, 6 de EH Bildu (independentistas herederos de la banda terrorista ETA), 7 de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), 1 del Bloque Nacionalista Galego. Esto supone 19 votos más para llegar a 172. Los 7 diputados restantes son de Junts pel Catalunya, la formación independentista catalana liderada por Carles Puigdemont. Si suman sus votos a los de la derecha, podrían impedir la investidura de Pedro Sánchez, pero nunca darán su voto a Alberto Nuñez Feijóo. Así que la única posibilidad aritmética es que Pedro Sánchez sea investido gracias a la abstención de Junts. Sus líderes ya han advertido de que no saldrá gratis, y la condición que han puesto es un referéndum vinculante sobre la autodeterminación de Cataluña[1].
Por tanto, está claro que Alberto Núñez Feijóo solo puede contar con 171 votos a favor de su investidura frente a 179 en contra, mientras que Pedro Sánchez podría ser investido por 172 votos a 171. Se trata de una situación ciertamente frágil, pero una vez que vuelva a ser presidente del Gobierno, será indestructible, porque en España la censura es constructiva y no surgiría otra alternativa. Por otra parte, el Gobierno se verá sometido a un vía crucis legislativo: cada texto se negociará palabra por palabra y habrá que hacer concesiones a las exigencias de todos esos pequeños grupos parlamentarios que venderán caro su apoyo. A esto se añadirá el freno del Senado, donde, tras las elecciones, el Partido Popular tiene mayoría absoluta (143 escaños de 266). Este desfase entre el Congreso de los Diputados y el Senado es el primero de la historia electoral española.
La lección de las elecciones es, pues, sencilla: la derecha gana pero no gobierna, y la izquierda pierde pero puede gobernar. A los indignados de la derecha por una alianza de perdedores, Pedro Sánchez les reprocha su aislamiento en la vida política española. Adoptó la –exitosa– estrategia de campaña de señalar que el único aliado del PP podría ser Vox, y hablar así de los dos partidos como “dos caras de la misma moneda”. Además, los observadores extranjeros –principalmente la prensa– compraron esta línea argumental, y toda la campaña se cubrió bajo el tema de la llegada de la extrema derecha al poder. Algunos, como el ex primer ministro británico Gordon Brown, estaban preocupados por el ascenso de la extrema derecha, ¡a pesar de que todas las encuestas mostraban que Vox caería! Sánchez ha “arrinconado” clara y eficazmente al PP. Mientras la derecha española esté dividida en dos formaciones enfrentadas, sus posibilidades de llegar al poder son reducidas. Si Vox no hubiera presentado candidatos en las circunscripciones más pequeñas (las provincias que solo eligen de 2 a 4 diputados), de la votación del domingo habría salido una mayoría absoluta de derechas[2]. Hubo, efectivamente, un “voto inútil”: el de los votantes de Vox en provincias donde el partido no tenía ninguna posibilidad de obtener escaño. Pero, frente a lo que dice Pedro Sánchez, el PP y Vox no son lo mismo.
El PP es un partido liberal europeo, afiliado al Partido Popular Europeo, con una clara tradición democrática. Vox, nacido de una escisión del PP en 2012, se ha convertido en la voz española de la tentación antiliberal de la derecha populista y autoritaria europea. La derecha española está dividida en dos corrientes difíciles de conciliar en la realidad, y Vox, que ahora cuenta con una base política y popular real, tiene su propio electorado, corpus ideológico y aparato militante. Entonces, ¿por qué volver a una casa que ya no se comparte? Hay que señalar, sin embargo, que la relación de fuerzas en el seno de la derecha española es 2,6 veces favorable a la derecha moderada en términos de votantes y 4,1 veces en términos parlamentarios. En Francia, la relación es de 1,4 a favor de la extrema derecha en términos parlamentarios y de 1,7 en términos electorales. ¿Y qué podemos decir de esta proporción en Italia?
Lo que queremos decir con esto es que España no está amenazada por una deriva hacia la extrema derecha, ni siquiera por una radicalización de la derecha. Hay escenas bastante nauseabundas que no dejan en buen lugar a sus protagonistas. La noche del 23 de julio, ante unos resultados que mostraban que la derecha, en contra de lo que vaticinaban la mayoría de los sondeos, no iba a poder gobernar, frente a la sede del PSOE en Madrid, militantes y cargos públicos gritaban “No pasarán”, haciéndose eco de la famosa consigna del otoño de 1936, durante la Guerra Civil. Esta asimilación de la derecha al fascismo en el discurso de la izquierda es sin duda muy movilizadora –y funcionó–, pero intelectualmente resulta extremadamente peligrosa porque congela en representaciones anacrónicas realidades políticas que han cambiado. Alimenta divisiones simbólicas que son imaginarias. ¿Cómo explicar si no la estabilidad de la sociedad española actual?
En cuanto a los europeos, harían bien en empezar a intentar entender un poco mejor quiénes son los socios de Pedro Sánchez. El líder parlamentario de los republicanos catalanes, Gabriel Rufián, dijo la noche del 23 que “se ha frenado el fascismo en España”. Pero ¿quién intentó desnaturalizar en 2017 la democracia parlamentaria en Cataluña? ¿Quién privó a la oposición de su derecho de enmienda? No olvidemos que, en 2017, los independentistas catalanes atacaron los cimientos de la democracia como no lo han hecho por el momento ni Viktor Orban ni la coalición de Netanyahu en Israel.
En cuanto a los parlamentarios de EH Bildu, son los herederos de la banda terrorista ETA. El PSOE puede insistir cuanto desee en que ETA dejó de asesinar en 2011. Eso es cierto, pero si no vamos a hablar de su pasado relativamente reciente, ¿por qué se saca constantemente a colación el recuerdo de la Guerra Civil si no es para criminalizar a la derecha? En mayo de este año, EH Bildu incluyó en sus listas municipales a siete excriminales acusados y condenados por delitos de sangre. En el País Vasco, terroristas excarcelados son recibidos con honores en municipios gobernados por EH Bildu… con desprecio a las familias de las víctimas. La cuestión vasca solo se ha resuelto superficialmente. La sociedad vasca está gangrenada por la violencia silenciada que la ha distorsionado y pervertido.
La izquierda de la izquierda, liderada por Yolanda Díaz, parece haber limitado los daños y, con 31 escaños (frente a 38), es ahora un complemento esencial del PSOE. En la noche electoral, Yolanda Díaz prometió ampliar aún más los derechos de las personas LGBTI+ (durante la campaña, se presentó una propuesta para imponer una cuota del 20% de trabajadores LGBTI+ en las empresas, lo que provocó una reacción bastante natural al señalar que la orientación sexual no podía ser objeto de una declaración pública ante el empleador…). La cuestión no es la legitimidad de la lucha contra la discriminación, sino la de la izquierda, que se ha convertido en refugio de todas las reivindicaciones de grupúsculos.
El PSOE de Pedro Sánchez se apoya en nacionalistas que siempre darán prioridad a su identidad regional sobre sus convicciones políticas (un nacionalista catalán de izquierdas es ante todo catalán y solo después de izquierdas; un vasco es ante todo vasco antes que de derechas o de izquierdas, como demuestra el caso del PNV [Partido Nacionalista Vasco], partido tradicional de la burguesía vasca, que es claramente de derechas pero apoya al PSOE) y en una izquierda radicalizada, especializada en la deconstrucción de todo el entramado social (un ejemplo es la ley de autodeterminación de género), que parece haber abandonado su vocación por lo universal. La izquierda española es ahora, más que nunca, una izquierda clientelista y también, por desgracia, sectaria. Ya no existe un cuerpo doctrinal coherente y bien construido, sino un conjunto de reivindicaciones que se satisfacen bien por leyes de circunstancias, bien por arreglos coyunturales, bien por inversiones de posición.
El verdadero peligro que amenaza hoy a España no es tanto la ruptura de su unidad –que, al fin y al cabo, es un problema real– como el desmantelamiento a la vez de su Estado, vendido por partes a los diversos grupos de presión nacionalistas (que se apresuran a convertirlos en feudos inexpugnables) y la destrucción de los cimientos de su cultura política democrática, nacida de la lucha antifranquista de los años sesenta y de la transición democrática de los setenta. En aquellos años, la política había sido LA solución a los problemas de España. Comprendieron que la negociación, basada en sus convicciones y en el equilibrio de poder establecido democráticamente a través de las elecciones, permitía establecer un marco común. ¡Hoy el 93% de los españoles cree que la clase política “es el principal problema de España”! Esta cifra, que nunca se esgrime, es el peor dato que llega de la península. Ninguno de los líderes políticos españoles quiere verlo: ese es el verdadero peligro.
[1] Este panorama parlamentario tendrá que aclararse una vez que se hayan escrutado los votos de los españoles residentes en el extranjero (a partir del 28 de julio). En ocasiones, esto puede modificar marginalmente la correlación de fuerzas (en uno o dos escaños). Sin embargo, como un voto puede ser decisivo, el análisis aquí presentado puede quedar invalidado al final de la semana…
[2] Recordemos que el sistema electoral es proporcional corregido por la ley de d’Hondt. Los votos obtenidos por cada lista se dividen tantas veces como escaños haya que asignar y se distribuyen en orden descendente. En una circunscripción con 5 diputados, la lista A obtiene 120.000 votos, la lista B 100.000, la lista C 45.000 y la lista D 17.000. Esto da el siguiente resultado: 2 escaños para la lista A (120.000 y 60.000), 2 escaños para la lista B (100.000 y 50.000), 1 escaño para la lista C (45.000).
Traducción del francés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en Telos.
El autor es historiador e hispanista francés. Es miembro de la Real Academia de la Historia.