Por Alberto Benegas Lynch (h)
Celebramos que le acaban de dar el alta en el hospital madrileño a este personaje notable que es de esperar se recupere del todo muy pronto pues lo necesitamos quienes adherimos a los valores de la sociedad abierta, para recurrir a terminología popperiana. A través de su deslumbrante trayectoria ha recibido todos los honores posibles. Lo conocí hace más de cuarenta años con motivo de mi invitación para que disertara en un acto de colación de grados en una institución de posgrado que por entonces dirigía.
Produjo muchísimo libros, novelas, trabajos de no ficción y regularmente artículos de los más variados temas que seguirá haciendo con el vigor que lo caracteriza. Cuando cumplió ochenta años escribimos para homenajearlo en un libro que llevó por título Ideas en Libertad. Homenaje de 80 autores a Mario Vargas Llosa donde, entre otros, colaboraron su hijo Álvaro, Marcos Aguinis, Gerardo Bongiovanni, Esperanza Aguirre, Hernán Bonilla, María Blanco, Arturo Fontaine, Jesús Huerta de Soto, Cristián Larrudet, Maria Corina Machado, Hilda Molina, Carlos Rodríguez Braun, Martín Krause, Roberto Salinas y Guy Sorman. Mi ensayo se tituló “El humanismo como eje central del liberalismo”. No menciono a todos los colaboradores pues mi nota adoptaría un formato similar al comienzo de una guía telefónica.
Tengo en mi biblioteca como un muy emotivo recuerdo su tan generosa dedicatoria cuando estuvimos en Lima en 2015 en una reunión de la Mont Pelerin Society organizada por mi gran amigo Enrique Ghersi. La dedicatoria la escribió en su libro Mi trayectoria intelectual: del marxismo al liberalismo y dice: “Para Alberto Benegas Lynch, maestro de maestros, con todo el afecto de su amigo y lector”.
Comencemos entonces por esta obra chica en tamaño pero de mucha grandeza interior que consiste en su discurso en el ciclo de conferencias George Lengvari en 2013 organizada por el Institut économique de Montreal y publicada en tres versiones: castellano, inglés y francés. Allí Vargas Llosa relata que de adolecente “descubrí que los países de América Latina estaban padeciendo bajo el gobierno de dictaduras militares […] descubrí que en nuestros países prevalecía la injusticia y no la justicia y todo esto debido a la brutal explotación de los pobres por diversos grupos pequeños de gente privilegiada”. Así es que se hizo comunista debido a la literatura en boga en aquellos tiempos, posición que acentuó al entrar en la Universidad de San Marcos donde “éramos bastante estalinistas, en realidad éramos bastante dogmáticos y sectarios […] leíamos a Marx y Lenin […] siguiendo principalmente las ideas de Sartre […] Y de pronto, en el año 1959, la Revolución cubana derrocó a Batista y los barbudos ingresaron a La Habana. No se pueden imaginar el efecto que tuvo la Revolución cubana en toda América Latina, principalmente entre la gente joven. Nos vimos inyectados en un inmenso entusiasmo”.
Más adelante confiesa que “todo esto comenzó a cambiar en 1966. Quizá alguno de ustedes recuerde la creación de las UMAP, Unidades Militares de Ayuda a la Producción. Este fue un eufemismo fantástico. En realidad las UMAP eran campos de concentración […] Este fue el primer problema político y moral serio que tuve con la revolución”. A raíz de este primer desencanto le escribió una carta a Fidel Castro quien luego de trámites varios lo recibió junto con otros escritores y artistas, una reunión que duró doce horas, desde las ocho de la noche a las ocho de la mañana oportunidad en la que a los invitados les resultó sumamente difícil hablar frente a la imparable catarata verbal de Castro. De todos modos “la desilusión política más terrible que tuve en mi vida” fue cuando a poco andar fue invitado para visitar la Unión Soviética durante dos semanas. “Nunca me imaginé ver un país en el que - esto fue obvio desde los primeros días ahí- no se podía vivir sin convertirte en un disidente, sin ser enviado a un campo de concentración o sin elegir el exilio”. El sonado caso Heberto Padilla en Cuba terminó por rematar su disgusto con el totalitarismo comunista.
Concluye entonces Mario: “Después de eso me di cuenta que yo no era un comunista y que solo había estado desperdiciando mi tiempo y tenía claro que yo no quería que América Latina sea comunista y que sólo había estado desperdiciando mi tiempo, había desperdiciado años leyendo muchísimo acerca del marxismo. Me sentí muy solo y desnudo”.
Luego vino la conversión hacia el espíritu liberal, algo pausado pero profundo y duradero que dio frutos extraordinarios bajo la pluma exquisita de Vargas Llosa en todos los rincones de los cinco continentes. Sus autores entonces fueron Raymon Aron, Jean-François Revel, Isaiah Berlin, Karl Popper y muchos otros de esa larga y fructífera tradición de pensamiento.
De sus novelas la que personalmente más me atrajo fue La fiesta del chivo que también se llevó al cine y que junto con Yo, el Supremo de Augusto Roa Bastos, Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias y La silla del águila de Carlos Fuentes constituye el cuarteto ficcional -y no tan ficcional- más representativo de lo que significa el abuso del poder.
En cuanto a sus escritos multitudinarios solo cabe en una nota periodística para ahora rendirle renovado homenaje a este coloso del respeto recíproco apuntar a su principal disgusto que es el nacionalismo por lo que transcribo algunos de sus pasajes sobre este tumor maligno que acecha por doquier. Antes de esas citas recuerdo que en un seminario que participamos juntos en Benidorm, Mario me felicitó -junto al antes mencionado querido Álvaro, también presente en esa conferencia- por mi ponencia en esa ocasión titulada “El nacionalismo: cultura de la incultura” que luego se publicó en Chile en la revista académica Estudios Públicos.
Me detengo en uno de los escritos compilados por Vargas Llosa bajo el título de Contra viento y marea. Ese texto magnífico es “El elefante y la cultura”. Nos dice que “Atribuir la causa de nuestros infortunios o defectos a los demás -´al otro´- es un recurso que ha permitido a innumerables sociedades e individuos, si no a liberarse de sus males, por lo menos a soportarlos y vivir con la conciencia tranquila”. Y esta actitud deriva en “una remota aberración a la que el siglo XIX volvió respetable: el nacionalismo”.
“Considerar lo propio un valor absoluto e incuestionable y lo extranjero un desvalor, algo que amenaza, socava, empobrece o degenera la personalidad espiritual de un país. Aunque semejante tesis difícilmente resiste el más somero análisis y es fácil demostrar lo prejuiciado en ingenuo de sus argumentos, y la irrealidad de su pretensión -la autarquía cultural- la historia nos muestra que arraiga con facilidad […] Sin ir muy lejos, la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini, la Unión Soviética de Stalin, la España de Franco, la China de Mao, practicaron el nacionalismo cultural, intentando crear una cultura incomunicada […] Pero en nuestros días es sobre todo en el Tercer Mundo, en los países subdesarrollados, donde el nacionalismo cultural se predico con más estridencia y tiene más adeptos”.
“Luchar por la ´independencia cultural´, emanciparse de la ´dependencia cultural extranjera´ a fin de ´desarrollar nuestra propia cultura´ son fórmulas habituales en la boca de los llamados progresistas del Tercer Mundo” pero que son “muletillas tan huecas como cacofónicas, verdaderos galimatías conceptuales”. Y pronostica que “si los propugnadores del nacionalismo cultural ganan la partida y sus teorías se convierten en política oficial del ´ogro filantrópico´ -como lo ha llamado Octavio Paz al Estado en nuestros días- el resultado es previsible: nuestro estancamiento intelectual y científico y nuestra asfixia artística” es inevitable.
Fabrica una magnífica síntesis del veneno nacionalista: “Ninguna cultura se ha gestado, desenvuelto y llegado a su plenitud sin nutrirse de otras y sin, a su vez, alimentar a las demás, en un continuo proceso de préstamos y donativos […] Quien trata de impedirlo no salva ´la cultura nacional: la mata [… son] complejos de inferioridad frente a valores culturales forasteros”. Y a modo de colofón consignamos su sentencia que “Ya sé que es difícil y casi utópico conseguir esa neutralidad frente a la vida cultural del Estado en nuestros días, ese elefante tan grande y tan torpe que con sólo moverse causa estragos”.
Su producción quedará impresa en todas las bibliotecas respetables del mundo como una contribución irremplazable a la libertad y a la consecuente prosperidad. La última vez que estuve con él fue en un almuerzo en mayo del año pasado en Montevideo. Agrego finalmente un comentario público de este autor sobre el adefesio inventado por la imaginación tropical del estatismo recalcitrante denominado neoliberalismo: “En mi vida, que va siendo larga, he conocido a muchos liberales y muchos más que no lo son pero nunca me he topado con un neoliberal”.