Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Después de ocho años he regresado al paraíso. Siempre recuerdo el día, decenas de años atrás, que Ernst Keller, un empresario suizo avecindado en el Perú que tenía una fundación educativa, nos esperaba a Patricia y a mí con un paquete de boletos para las funciones del festival de verano que se celebra en Salzburgo y que transcurre desde finales de julio hasta el último día de agosto. “Es mi regalo para ustedes, por haberse lanzado a la candidatura a la presidencia de la república. Lo prometí y lo he cumplido”. Era una colección de entradas para todas las funciones del festival, fundado en 1920, que se celebra en esta ciudad todos los veranos y que convoca, en esta tierra prodigiosa, a las orquestas, directores y cantantes más afamados. Fue el único hecho positivo de esa campaña electoral de la que tengo un penoso recuerdo. Desde entonces, todos los veranos habidos y por haber Patricia y yo hemos aparecido por aquí para darnos un baño de buena música y ver las mejores óperas. Y también desde entonces leo en los periódicos y revistas las críticas especializadas y las informaciones musicales, aunque la falta de tiempo no me da para tanto como quisiera.
La rutina que inauguré la primera vez que vine gracias a Ernst Keller es siempre la misma: levantarse muy temprano, tomar desayuno y dar un paseo por el río Salzach que hace de frontera natural entre Austria y Alemania. Si no hay lluvias, el recorrido nos toma una hora y media más o menos. Después, algunos días, vienen los compromisos musicales matutinos y, las mañanas en que no hay conciertos, las lecturas intensas, generalmente de novelas que he ido acumulando a lo largo del año, sin tiempo para leerlas. Es una verdadera felicidad leer esos libros pendientes, entre los que siempre hay alguna obra maestra que suscita envidia y varios que son para quitarse el sombrero, nada menos.
La vida transcurre apaciblemente en este enclave civilizado. Las costumbres en esta ciudad no parecen haber variado mucho desde la primera vez que estuve aquí, el año 1987. Los restaurantes son los mismos y, entre ellos, el preferido, que es de un amigo, el dueño de “Pan e Vin”, donde preparan las mejores recetas de esta ciudad y donde me suelo encontrar con caras conocidas o personas que veo por primera vez y con las que converso animadamente sobre la ópera que acabo de ver o el concierto que acabo de escuchar. Allí hay un vinito italiano, La Villa, mezcla de Nebbiolo y Barbera, que es una delicia y con el que, si no tuviera la resistencia que tengo a las bebidas alcohólicas, sería un verdadero gusto emborracharse. También voy, de vez en cuando, al Café Tomaselli a comer las mejores salchichas de la ciudad.
Pero las visitas al restaurante son escasas, porque, salvo los conciertos, que son numerosos, me paso el día leyendo esas novelas que no he tenido tiempo para leer porque estaba entregado a otros trabajos, siempre literarios. Me parece una aberración que tantas personas dediquen a otros asuntos el tiempo que yo dedico a leer novelas, esos extraordinarios libros que suelen proyectarnos sobre realidades construidas mediante deformaciones inteligentes y magníficas de la vida real. Si no es así, no vale la pena seguir leyéndolas, aunque muchas despierten el apetito y nos hagan ir buscando el punto en el que la realidad es una mera plataforma para explorar los infiernos o los cielos, ya que hay de todo en ese género que es y seguirá siendo el punto de partida de la fantasía y la imaginación.
Entre novela y novela, los conciertos y óperas nos van poniendo al día de las ofertas musicales. Cuando se fundó el festival, el programa se concentraba en Mozart (después de todo, esta es la ciudad donde nació) y Strauss, pero gracias a la visión de Herbert von Karajan, que fue el director artístico durante algunas décadas, el repertorio se amplió e internacionalizó, tradición que ha seguido creciendo y se mantiene. Esto –es decir, música y libros– es la felicidad y es un placer tan simple que está al alcance de muchas personas. Las dos semanas que pasamos aquí nos compensan de las frustraciones y malos ratos del año porque están dedicadas a la pura irrealidad y a los grandes espejismos que construyen los seres humanos para escapar del tiempo sucio e insincero y acceder, gracias al sueño, a órdenes más ricos y sustanciosos que la realidad.
Yo tengo la seguridad absoluta de que un pueblo con muchas lecturas tiene una democracia más afirmada que los otros, esos países que desdeñan las novelas como si fueran un género inferior. Vaya tontería. Lo más astuto es seguir los caminos de la fantasía, que conducen a los grandes inventos, y, si no, todavía seguiríamos con los taparrabos a cuestas y cazando animales del Señor. Los seres humanos han evolucionado gracias a las novelas, que han sido el punto de partida del ser humano para ensanchar las fronteras del conocimiento. Desde luego que la música es un emblema de la fantasía y por eso Salzburgo significa para mí las dos cosas, un festival no sólo de música sino, en cierta forma, también de novela, pues los buenos conciertos estimulan las buenas lecturas y quizá por eso me encierro a leer tanta ficción cuando vengo aquí. Las novelas son una fuente de inspiración a la que los seres humanos han venido acudiendo una y otra vez, en períodos de desánimos o crisis que ciertamente no se curan con remedios, sino con libros, como el que leo en estos momentos, Le mage du Kremlin, ficción que explora las relaciones de Vladimir Putin con sus subordinados en aquel paraíso que él cree haber construido a base del terror.
En Salzburgo uno comprueba que leer novelas no es perder el tiempo, como creen muchos ingenuos. Sin la fantasía que provocan en nosotros esas historias fulgurantes y milagrosas que alimentan los sueños y la insatisfacción, no habría habido progreso. La nostalgia de los libros no leídos, eso sí, se agrava en estas circunstancias, ya que sería maravilloso pasarse el tiempo, cuando no estoy en Salzburgo, leyendo sin cesar y, ayudado por las novelas, soñar siempre más adelante que el común de los mortales.
Cuando no estoy leyendo o escuchando música, paseo por esta ciudad, que, desde los tiempos de Mozart, no parece haber evolucionado demasiado. En cierta forma es un museo, en el que todos se adaptan como si llevaran botas y se desplazaran en caballos en vez de autos. Los turistas siempre acuden, y a raudales, en busca de esa ensoñación que a otros nos dan las novelas, y allí se los ve, en las hosterías y merenderos de ocasión, que están en media calle siempre limpios y ordenados, de una manera que en el mundo nuestro parecería un sacrificio, y, sin embargo, el orden parece la vocación de todas estas gentes que aprovechan la modernidad sin renunciar a las viejas costumbres, tan amadas y queridas por los visitantes que quisieran ver repetidos esos anacronismos en sus propios hogares.
Estas semanas, en las que he visto un fantástico montaje de Macbeth, la ópera de Verdi, y, por primera vez, Les Troyens, la monumental ópera de Berlioz, se han acabado, para desesperación de todos los paseantes que han llegado a este rincón de Austria. Faltan doce meses para que vuelvan a aparecer, con sus volúmenes de buena y mala literatura, con los libros que han ido apartándose de los otros por sus títulos o párrafos y que esperan para ser devorados en estos días. Devorados, sí, y esa es la expresión más exacta.
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