Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Para entretenerme, cogí las memorias de André Malraux, un libro que he decidido cien veces que no valía el esfuerzo de ser leído, porque los personajes, entre los cuales figuran algunos de los principales líderes del siglo XX, se achican para someterse a la estatura desproporcionada de Malraux y dicen, tímidos y siempre a la orden de su interlocutor, todo lo que el autor de este texto quiere que digan.
A mediados de los años sesenta, cuando llevaba media década como ministro de Asuntos Culturales del general de Gaulle en la V República, Malraux hizo un largo viajo al Extremo Oriente, enviado por el propio jefe del Estado francés, al parecer, para que se curara de algunos achaques provocados, entre otras cosas, por el alcohol y por una vida familiar muy tensa.
Ese viaje es el punto de referencia principal de las Antimemorias, aparecidas en 1967, tras varios años sin publicar libros, aunque muchas de las cosas que Malraux cuenta o inventa ocurrieron antes o después de ese periplo, que sirve de marco a sus recuerdos y reflexiones.
Porque hay tanta invención y vanidad en el autor que es imposible saber qué es cierto en los diálogos con Mao o con Nehru, en sus encuentros con de Gaulle, en sus exploraciones arqueológicas o históricas, y en sus proezas durante la Guerra Civil española (contribuyó, por medio del Gobierno francés, a organizar una escuadrilla con aviones franceses que puso a disposición de los republicanos y que él comandó a pesar de que no sabía pilotar ni pegar tiros), o como miembro de la Resistencia contra los nazis (a la que parece que se unió en 1944 y no, como hizo creer, a comienzos de la década), por las que recibió condecoraciones.
Por lo pronto, hay una hazaña indiscutible: la singular aventura de buscar, a los treinta y pico de años, junto con el capitán Édouard Corniglion-Molinier y otro compañero, en el desierto yemení, el reino de la reina de Saba, que es medio fantástica —lo menos que se puede decir de ella—, que, entre brumas, aparece guiando a ese par de personajes y que hace aquí de silenciosa presencia, siempre a las órdenes de Malraux, quien lleva y describe a su musa de manera deslumbrante. Malraux, gran admirador del británico
T.E. Lawrence, tiene la pasión por la aventura de ciertos europeos fascinados por los mundos que son o parecen exóticos, y encuentra lo que quiere encontrar, exista o no. Todo indica que lo que había en las fotografías que tomó desde el avión que sobrevoló la zona de Yemen donde creía que encontraría restos de la ciudad muerta de la reina Saba era simplemente un oasis con algunas casitas y alguna ruina sin la menor relación con el reino bíblico, aunque esto es lo que menos importa en el relato de su aventura.
A partir de ahí, todo es un descenso singular en este libro en el que los personajes principales son, en apariencia, de Gaulle, Mao, Nehru, o aventureros legendarios muy anteriores como el francés Marie-Charles David de Mayréna. Pero, en realidad, el personaje más importante es el propio Malraux.
Los otros personajes se refieren a Malraux como a una estatua, y, en cada recuento que hace de sus reuniones con ellos, el autor mismo imparte —y se escucha a sí mismo— una lección que borra todo lo que dice al instante, o ese es, al menos, el efecto de los monólogos interminables que nos inflige.
El autor de La condición humana no sólo no tiene interés en contarnos su vida privada, como hacen las memorias confesionales, o lo que hay detrás de la vida pública, como hacen las memorias de personajes públicos, sino que sólo parece interesado en su propia importancia como protagonista de hechos históricos o en cómo los otros protagonistas, los realmente decisivos, se refieren a lo que él dice o a las cosas que ha hecho.
“Lo que me interesa de cualquier hombre”, dice Malraux, “es la condición humana…y ciertas características que expresan no tanto una personalidad individual como su relación particular con el mundo”.
Esta frase, que resume su visión de los personajes a los que hace desfilar por el libro y su forma de abordarlos, en realidad describe mejor su propio rol en estas Antimemorias, en las que todo gira en torno a su impacto en los hechos históricos que lo tocan de cerca o a su influencia en la idea que sus interlocutores se hacen de los hechos en que han participado o han protagonizado.
En otro momento del libro, el autor afirma algo que parece una justificación de su obsesión por la grandilocuencia histórica: “¿Qué me importa lo que sólo me importa a mí?” El resultado es un texto farragoso y retórico, aburrido, que no conduce a ninguna parte.
Los mejores pasajes son los que tienen que ver con el mundo de la aventura que tanto lo fascinaba, esos locos y extravagantes exploradores que arriesgan la vida en correrías cuyo objetivo no siempre está claro porque es más importante el recorrido que el propósito. Llama a este tipo de personajes “farfelus” y es evidente que le habría gustado ser uno de ellos, o que intentó en ciertos momentos serlo y, cuando no pudo, se inventó que lo había sido. Porque para él la frontera entre la literatura y la realidad era muy confusa, como este libro demuestra.
Pero todo esto, que podría haber servido para un libro apasionante, se pierde entre interminables páginas dedicadas a sus teorías sobre los hechos históricos y sus diálogos con líderes a los que hace decir cosas que justifican esas teorías. En todos esos largos pasajes, no hay paréntesis ni diferenciaciones, todos ellos siguen un perfil obstinado y ciego, al servicio de Malraux y alguno que otro amigo, por ejemplo Nehru y de Gaulle, que a ratos parecen casi discípulos suyos.
Todos los “discípulos” son tratados con el mismo estilo, en descripciones que son infinitas y en las que sólo a ratos tiene interés alguna referencia o reflexión sobre el arte oriental, que tanto le gustaba al autor.
Qué distinto era el ministro de Asuntos Culturales en sus gestiones ordinarias, cuando inauguraba casas dedicadas a la cultura y organizaba grandes exposiciones, y en los discursos que pronunciaba (para no hablar, por supuesto, de sus grandes novelas). Nadie que los haya escuchado ha podido olvidarlos. Yo vivía en París en aquellos años y tengo el recuerdo del enorme impacto que causaban.
Las oraciones fúnebres, como la que pronunció con motivo del traslado de las cenizas de Jean Moulin, héroe de la Resistencia, al Panteón, o durante los funerales de le Corbusier, en el patio del Louvre, poco después de regresar del viaje al Extremo Oriente, en 1965, son joyas literarias.
Pero ese fue el canto del cisne de Malraux, como lo prueban estas Antimemorias, aparecidas pocos años después de esos discursos. ¿Era un genio? En cierta forma sí. No hay duda de que La condición humana, su novela sobre una fallida rebelión comunista en Shanghai, es una obra maestra. Y sus discursos no eran retórica hueca, como los de tantos políticos, sino magnífica literatura tanto por su contenido como por su forma.
Pero, al mismo tiempo, era un hombre creído de su gloria y cultivó esa vanidad hasta la exageración. Los discursos de fuego, que nunca olvidaremos, son la negación de estas Antimemorias, por si alguien ha podido terminarlas, y ellas son la prueba de que, en la etapa final de su vida, escribiendo se superaba a sí mismo.
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