Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
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No sé si fue Juan Luis Cebrián, su primer director, o Jesús de Polanco, el principal accionista de EL PAÍS, quien fijó una línea desde el inicio, pero lo claro es que quien lo hizo tenía una idea muy moderna de la prensa escrita, porque la aparición de EL PAÍS, en plena Transición, fue de lo mejor que tenía que ofrecer España en el nuevo régimen. Todo era novedoso, incluyendo la diagramación y el formato, pero lo más importante era la veracidad de la información, el hecho de que las cosas de las que se daba cuenta en los textos correspondían a una verdad que podían verificar los lectores mediante sus conflictos con la realidad siempre cambiante. Esa fue la gran revolución que introdujo EL PAÍS en el mundo de las noticias, en una época en que los españoles (y latinoamericanos que vivían todavía en dictadura) estaban ávidos de prensa libre: una clara diferencia entre las cosas que defendía el diario, sus opiniones, y las cosas que el periódico informaba o anunciaba, comprobables simplemente prestando atención a lo que sucedía o iba a suceder. Después de tantos años de propaganda, los españoles no estaban acostumbrados a esa división entre la verdad de los hechos y la opinión. La revolución que supuso el diario tenía este carácter singular: los hechos reales, por un lado, y, por el otro, lo que el diario defendía o atacaba.
Esta pequeña revolución que introdujo el nuevo diario obligó a sus congéneres a optar por una división tan similar que, entre los hechos ocurridos y la opinión del periódico, había a veces enormes distancias. No todos lograron esa diferenciación, pero la existencia de EL PAÍS los obligó a intentarlo.
Los lectores se acostumbraron a leer las noticias, cuya verosimilitud era flagrante, y los comentarios que estas suscitaban, favorables o adversos, frente a las ocurrencias que se transmitían. Hay que situarse en el contexto de la época para entender el cambio. Yo recuerdo, con mi pequeño bagaje de lector de diarios, lo que esto significó. Como lector de prensa, mi experiencia era limitada. Hasta entonces, en la prensa en español resultaba muy difícil diferenciar aquello que ocurría de lo que daba cuenta el periódico, porque a menudo venía mezclado con las posiciones del diario. Decir la verdad desnuda fue el gran éxito de EL PAÍS, con prescindencia de las opiniones que sobre este acontecer ofrecía.
Contrató mi columna en EL PAÍS, en 1990, quien había asumido la dirección hacía poco, Joaquín Estefanía, y desde el comienzo decidí que se llamara Piedra de Toque. Pocos días o semanas después, al opinar sobre un asunto en el que el diario mantenía una línea diferente, Jesús de Polanco defendió mi posición en contra de la línea del periódico, argumentando que los columnistas del diario tenían derecho a la defensa de sus opiniones, tanto si estas eran adversas o simpatizantes con las del propio diario.
Estoy convencido de que la verdad de los redactores, aunque se equivoquen, también debe ser publicada, siempre y cuando los editores no detecten errores comprobables, porque son ellos quienes están más cerca de la noticia y la calle. Los columnistas tienen una función distinta, con más libertad que quien cumple una función informativa, pero eso no implica que tengan menos responsabilidad a la hora de transmitir la verdad tal y como la entienden. Una vez que estén convencidos de haberla encontrado, los articulistas deben estar dispuestos a defenderla incluso contra la voluntad del periódico, si hace falta. Yo he tenido mucha suerte, las expresiones que me han acompañado han sido siempre mías, coincidieran o discreparan de la línea política del periódico, lo que quiere decir que, cuando me he equivocado, lo he hecho sin ser previamente “corregido”, pues EL PAÍS ha respetado mi punto de vista.
Ese sería el único consejo que transmito a los jóvenes que se inician como escritores en la prensa diaria: decir y defender su verdad, coincida o discrepe con lo que el diario defiende editorialmente. Creo que el ejemplo de EL PAÍS ha cundido y que ahora, aunque hay excepciones, esa es una política más o menos general, o por lo menos el intento. Así como la Transición española sirvió a muchos países del otro lado del Atlántico que se inspiraron en ella al dejar atrás sus dictaduras y democratizarse en la década de los ochenta, EL PAÍS también fue una referencia para los diarios que recuperaron su libertad o se fundaron en la nueva etapa democrática.
A veces, es difícil decir la verdad tal como la entendemos desde nuestra posición particular, y hay el riesgo de equivocarse porque la verdad puede ser esquiva, compleja, diversa (Isaiah Berlin hablaba, en otro contexto, de “las verdades contradictorias”). Pero en este caso, la confesión del error vale tanto como haber acertado en la defensa de lo propio. Aparte del riesgo de equivocarse, los columnistas enfrentan otro problema. A menudo es difícil estar siempre con el humor de la página escrita y muchas veces las columnas no salen bien porque pecan de suficiencia o de esas infracciones en las que incurren los periodistas mal instruidos. Es preferible, en ese caso, reconocer la incertidumbre antes que defender una verdad de manera deforme o escondida, pues ante el hecho verosímil siempre será factible opinar con reticencias, con dudas, antes que equivocarse garrafalmente.
Siempre y cuando un periódico reconozca que algunos hechos difieren de las verdades que promueve, su credibilidad se mantiene. Cuando hay discrepancia entre su verdad y ciertos hechos, las costumbres de los diarios son distintas, porque algunos, siempre de calidad, prefieren abstenerse de decir su verdad y publicar los hechos. O reconocer el error de haber puesto al frente una versión equivocada. Mientras esto se haga de manera honesta, vale. Lo grave es empantanar la verdad o velarla para evitar dar armas al competidor o contradecir las convicciones propias.
Nunca he dejado de decir mi verdad, en la que hay un margen de error, a veces grande, y que puede ir evolucionando, incluso de manera drástica. Cuando he publicado compilaciones de artículos, como Contra viento y marea, donde se puede seguir mi trayectoria del socialismo al liberalismo en textos de hace muchos años, he querido que mis lectores asistan a través de esos artículos contradictorios y discrepantes entre sí a mi propio aprendizaje moral y político. Aquí, en mi Piedra de toque, he opinado sobre todas las cosas que me favorecían o perjudicaban, siempre de buena fe, coincidiera o discrepara con la línea del periódico. En muchas cosas he sido consistente a lo largo de las décadas y en otras he ido variando mi manera de pensar. Y quizá ese es el mérito de las columnas que duran tantos años: transparentar el debate que un columnista tiene consigo mismo a lo largo del tiempo cuando se esfuerza por acercar sus ideas a la realidad, que es siempre cambiante en función del contexto.
Mi consejo, decía antes, a los periodistas jóvenes, es decir siempre la verdad, aunque ella sea difícil de asimilar y describir, en función de la realidad. Aunque a menudo esto resulta arduo, siempre hay maneras de acercarse a ella, y creo que si el periodista renuncia a su obligación de decir la verdad, esa es la fuente de la que derivan todos los males de la prensa, desde el pequeño disfuerzo hasta el maremoto que puede provocar la mentira. El periodista de talento busca la verdad como una espada que se abre paso por doquier. Decir mentiras, manipular, es fácil, pero tarde o temprano queda en evidencia. El que dice la verdad y la defiende presta un servicio a sus lectores y a su tiempo. Eso es a lo que tímidamente he aspirado con el nombre —Piedra de toque— de mi columna en EL PAÍS.
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