Por Daniel Mayorga
La República, Guayaquil
Randolph Bourne fue un intelectual americano de inicios del siglo XX que adquirió popularidad por refutar a uno de los padres de la teoría moderna del Estado, Thomas Hobbes. En un artículo que no pudo concluir antes de que la fiebre española le arrebate la vida, Bourne acuñó la frase “la guerra es la salud del Estado”, contradiciendo rotundamente la introducción de Hobbes en Leviatán, donde la metáfora de ese hombre artificial que es el Estado, halla su alma en la concordia y en la guerra, su muerte.
Llámese guerra o conflicto armado interno, la retórica bélica estatal ha sido desde siempre un arma política. No es casual que, en tiempos de relativa paz, las políticas públicas más acuciantes sigan la narrativa marcial: la guerra contra la pobreza, contra las drogas, contra el cambio climático o lo que fuere. ¿Y esto por qué? Porque la guerra es una herramienta del poder. La guerra aúna los ánimos y deslegitima la crítica, a la que tacha de antipatriótica o de enemiga.
En tiempos de crisis en general, y muy particularmente en guerra, el poder político y la discrecionalidad de la emergencia perpetua son indiscutibles. La retórica alarmista lo justifica todo. Es el cuento de Castro, eternamente vestido de verde oliva en los actos de Estado. Es la paranoia norcoreana de una guerra congelada por más de 70 años. Es la retórica chavista de la guerra contra el “Imperio”, que ahora su inmaduro heredero trata de imponer amenazando con invadir Guyana, muy oportunamente en año electoral.
Pero también fue la jugada maestra de Galtieri y la Junta Militar que sacrificó a centenares de argentinos en Malvinas para salvar la reputación de un gobierno fracasado. Y ha sido incluso la estrategia del gobierno estadounidense para aumentar su tamaño en proporción a la economía (gasto público como porcentaje del producto interno bruto) dando saltos irreversibles desde el 10 al 30 por ciento con la Primera Guerra Mundial, y llegando a superar el 50 por ciento con la Segunda Guerra Mundial, o crear leyes de emergencia como la Ley de Espionaje de 1917 que pretendía ser temporal y sigue aún hoy vigente, 105 años después de acabado el conflicto.
Sospecho que el criterio médico-político de Bourne es acertado. La guerra es el talón de Aquiles de la libertad y de la propiedad privada. El mecanismo ha funcionado claramente en el Ecuador en las últimas semanas, no solo a nivel político, entre quienes naturalmente el disenso sobre aumentar impuestos ha sido de forma y no de fondo; sino incluso entre varios gremios empresariales y actores clave del sector privado, quienes de la noche a la mañana se han alineado dócilmente a un aumento en los tributos que históricamente, y con razón, han combatido con ferocidad.
Esto no es ni mucho menos una crítica al gobierno del presidente Noboa, ni un alegato en favor de criminales. Es un llamado a la cautela civil frente a los avances estatales que acechan en Ecuador a raíz del conflicto, fundamentalmente en materia tributaria. No agachemos la cabeza, y mantengamos nuestras demandas de prudencia y eficiencia respecto de las finanzas públicas. Si ya en un primer momento el Estado se constituyó para la seguridad de los ciudadanos, no tiene sentido que nos extraigan más renta para cumplir su deber fundamental.
El autor es analista del Instituto Ecuatoriano de Economía política (IEEP).