Por Roberto Bitar
Tengo un amigo de toda la vida, su nombre es Luis Enrique, con quien gusto platicar largamente tratando tópicos de interés nacional. Como buen socialista, mi amigo se mantiene en sus ideas, no obstante el derrumbe del muro de Berlín y la caída del régimen comunista en los países soviéticos.
Por tanto, su criterio defiende la lucha de clases, la huelga solidaria, las «conquistas laborales», el paternalismo oficial en áreas económicas, la absorbente participación del Estado en los sectores «estratégicos» y denuncia la explotación de los empresarios a los trabajadores, el imperialismo yanqui y más tesis del arsenal marxista-leninista.
En una oportunidad me decidí ponerle una trampa y con cara de inocente, le planteé el supuesto caso de que él recibe una millonaria herencia, que un familiar en el extranjero le ha dejado y a la que tiene acceso cuando firme los documentos legales. Entre broma y broma desarrollé este ficticio caso y terminé preguntándole: ¿En qué invertirías esta fortuna? ¿Qué uso le darías?
A groso modo tenía dos opciones: o instalaba un negocio o industria generando empleo, exponiéndose a incomprensiones, dispuesto a sufrir contingencias y riesgos, o colocaba su dinero en una institución financiera extranjera para usufructuar de los intereses que generaría su supuesta herencia.
¿Cuál opción escogió mi amigo Luis Enrique? Insólito pero cierto, decidió no arriesgar su fortuna y optó por no traerla al país. Mi mirada acusadora lo hizo reaccionar, pero ya era tarde.
Él es un hombre inteligente que administra con su lengua dinero ajeno, pero cuando se sintió poderoso y en la orilla opuesta, no quiso correr los riesgos de todo inversionista o empresario ecuatoriano. ¿Es que se traumatizó ante la eventual aventura de cuidar y fomentar la fortuna sorpresiva? Posiblemente su instinto natural se impuso a las ideas socialistas y en tal virtud comprendió las amenazas a que está sometido quien pretende tomar iniciativa y fomentar el emprendimiento económico.
Es que una cosa es aprender de libros y panfletos la doctrina marxista, que idealmente otorga el poder y mil prebendas a los más necesitados, -y otra muy distinta, por cierto- la cruda realidad que afronta el empresario o inversionista que realiza ingentes esfuerzos para triunfar en este mundo competitivo y cambiante. Y que para producir, tiene que pedir permiso al que no produce nada.